Pero bueno, vamos a ver; mira que tiene sitios bonitos Galicia para vivir. ¿Cómo se os ocurre plantaros aquí? Yo vengo de una ciudad con cuestas pero esto no son cuestas, son paredes. Y luego está la señalización. Está claro que Vigo la ha señalizado un cabronazo que la odia y que quiere que tú la odies tanto como él. Y lo consigue enseguida. No hay más que caer un par de veces en sus señales emboscada y tener que dar un rodeo, lo que en esta ciudad serán dos o tres kilómetros sin despeinarse, para que también tú detestes circular por allí. Reconozco que en mi relación con las ciudades las trato como humanas, puedo amarlas u odiarlas, o toda una gama intermedia de aprecio o desapego. Con Vigo siempre discuto y en tono elevado, no hay manera de llevarnos bien. Pero insisto y vuelvo a verla. Nunca me recibe bien: ajena a la estación que sea o me agarra una lluvia pelotuda o me toca un calor abrasador, como esta vez.
Empecé, como animal que tropezará innumerables veces en la misma piedra, por no cumplir reglas básicas del viajero. Primera: evita el verano. Pero claro, ¿y si no puedes escoger? Segunda: no, nunca, jamás, tampoco viajes a una ciudad en obras. Aunque, ¿existen ciudades sin obras? Y más ahora que nos las dejarán inacabadas como museo permanente de la mucha estupidez. Vamos, que las reglas sirven para poco salvo para sufrir las consecuencias de no cumplirlas. Así que ahí me vi asediado por un sol excesivo, alojado a desmano y perdido con frecuencia en el laberinto urbano, pero decidido a pasarlo bien pese a todo.
Primeros paseos de reconocimiento, para situar lo que quería visitar. Veo muchos sitios cerrados por vacaciones y otros que tienen menos interés del que yo me prometía. Y aprovecho la (buena) costumbre de la zona de poner tapitas abundantes con la bebida para pelearme con el calor y a la vez solucionar la cena. La “amenaza” de las fiestas, los tenderetes y las banderolas tapando los edificios de gran parte del casco antiguo presagian un día duro para mañana; habrá que hacer intenso slalom urbano.
Una mañana de visitas con agenda apretada, con el constante subir y bajar de rampas y pendientes duras, no admite el bullicio de ostras al abordaje por debajo del Mercado da Pedra, así que hay que buscar refugio en los bares que más disimulen el lado turístico. Una cerveza en Casa Gazpara, por ejemplo, o atravesar el Berbés, infiltrado de africanidad, para mimetizarse lo más posible. Después será el momento de acercarse a la cara más civilizada de los muelles y de buscar sombra en
El asunto de la comida, que es por el que muchos estáis esperando… No me decido a calificarlo. Por lo visto y lo probado esta plaza también es de las muy conservadoras. Quería conocer Maruja Limón pero los comentarios de alguien con un criterio fino me hacían dudar. No obstante al final fui allí. Un problema con la temperatura de los vinos y un mercado que ese día no aportó buen bonito; por lo demás puedo escoger. Puedo escoger demasiado, incluso, porque durante un largo rato era el único comensal; después llegó otra mesa de dos. Día de semana, mediodía, pero es agosto. Debe de ser difícil mantener tu apuesta así. Ensalada de tomates confitados, una buena pieza de sanmartiño, un postre de chocolate agradable; un Lagar do Merens 2009 que me sorprendió gratamente y que acompañó bien cuando enfrió lo suficiente.
La tarde será para pasear por esa otra arquitectura que se suele valorar menos por su proximidad en el tiempo. Vigo refleja su primer gran crecimiento en los edificios solemnes (bancos, aseguradoras…) de Policarpo Sanz, García Barbón y calles adyacentes. Merecen atención, cuidado y respeto, más del que reciben a veces, sobre todo sus bajos.
Así, después de un café en el Van Gogh, muy tranquilo a esa hora, hice un recorrido comercial y de museos. Hagamos aquí un alto. De acuerdo, riño mucho con Vigo pero en ese aspecto bien puede presumir de un buen puesto como ciudad grande. Esas sedes bancarias tan graves esconden en varios casos buenas colecciones y buenas exposiciones y no se mustian con el calor. Vale la pena repasarlas. Tenía como asignatura pendiente
Un helado de Capri-2 para intentar engañar al calor. Entro en
Vuelta al cogollo histórico y el calor que no deja de apretar, así que me siento en la terraza del Scala, en la misma Praza da Constitución. Ya me pueden mirar todo lo mal que quieran los grupitos que buscan sitio porque ocupo aquella mesa yo solo, que de allí no me pienso mover en un buen rato. Empieza un ensayo y arma bastante ruido. Las señoras de edad avanzada que tengo al lado ponen mala cara pero yo voy siguiendo el ritmo con el pie mecánicamente. Unas cuantas Estrella de Galicia más tarde aquello suena hasta bien; los Donatore di Groove seguro que darán un buen concierto esa noche.
Los tres días siguientes Vigo sólo será mi dormitorio. Tendría que haber podido aprovechar el final de la tarde, la luz bien bonita de la puesta de sol, las primeras horas de la noche, pero llego siempre rendido, deshidratado y sin ganas de más. Hasta el fin de semana casi no volveremos a hablarnos Vigo y yo. Tranquilos, en esos días se concentra el interés gastronómico de este viaje y hablaré de ellos.
Para el sábado ya estoy preparado. Voy a pagar una buena primada de aparcamiento pero bajo directo y me lanzo a la caza de un café decente y de prensa que no sea local-regional, que es bastante cutre.
Rúa do Príncipe. Entro en el MARCO (Museo de Arte Contemporáneo) casi por refrescarme. Este ya lo conocía y siempre pensé que había más continente que contenido, depende de la exposición temporal de turno. Esta vez no está mal, hay cosas interesantes, pero tiene trampa: son fondos del CGAC (Santiago de Compostela) así que ese tanto no te lo apuntas, Vigo, que te sigo vigilando de cerca.
La idea era comer casi a base de los pinchos que tendrían que acompañar a las abundantes cervezas que iba a necesitar, pero la zona más céntrica es también más rácana. Ni en el Café Princesa ni en los entrañables y viejos Verín y Salceda voy a saciarme. (Moito enxebre, amigo, y eso tiene otras normas.) El Princesa presenta un muestrario de batallas por el casco antiguo, contra diversas maneras de maltratarlo, que hay muchas. El Verín es un bar anclado en el tiempo y en la calle Placer –no me digáis que no suena bien- justo al lado de un restaurante vegetariano (el Gálgala), donde me pusieron Mahou por mi acento que no pasó la prueba de autenticidad. Y el Salceda cae en el Berbés y si no te fijas ni lo encuentras. Auténtico, recogido, oscuro. La tortilla estaba buena. Lástima que estuviese casi vacío, malo para ellos.
Visto que
Resuelto el trámite de la comida por un precio razonable me aferro a otro café digno (el conjunto de café y prensa, que para mí forman tándem) en el Don Gregorio.
Y vuelta a la pelea con el tráfico para ir al Museo Quiñones de León. Siempre merecerá la pena la visita por los jardines y por el propio edificio además de su contenido interesante. Claro que poco van a ayudar salas cerradas, restricciones, una boda que parasitaba por allí, poca información, y calor y humedad excesivos que no pueden ser buenas condiciones de conservación de la obra depositada y expuesta. Sustituir al personal de apoyo y guía por personal de vigilancia y seguridad, traspasar al visitante, al usuario, el trabajo de depositar cualquier objeto en una consigna automatizada y el de orientarse por las salas seguro que es buena forma de ahorrar dinero pero es mala manera de hacer cercano y accesible el patrimonio expuesto. Y como además se hace todo ello con mi dinero, con el de todos, con dinero público, pues no me da la gana de callarme y dejo aquí mi queja. Eso sí, el personal, en sus funciones, de acuerdo a las instrucciones recibidas, es atento, es cortés. La culpa de todo esto no es suya, desde luego.
El domingo lo empiezo más o menos igual aunque Vigo no madruga ese día. Todo cerrado, vacío, calles desiertas. Allí sólo están activos un montón de chavales que hacen cabriolas con sus bicicletas como parte del festival O Marisquiño y un enjambre de putas que te salen al paso en Abeleira Menéndez, entre cascarones de ciudad destartalada. Sin complejos, que aquí cada cual está a su negocio y a su riesgo. Es lo que hay.
Me sigue cansando esa prensa tan local, tan cateta. Me sigue resultando chocante ver que se hacen planes para humanizar las calles, cuántos juegos de palabras se me ocurren. Pero bueno, me sumerjo otra vez en ese Vigo popular, sudoroso, ajeno a las fotos y las visitas. Hay mucho de pueblo grande aquí, hay reductos que no saben contar tantos cientos de miles de habitantes. También hay sitios muy pijos, claro (¿
La tarde será para el Museo do Mar, tan mal señalizado como todo por aquí. Pero dentro la cosa cambia. Buen espacio expositivo, muestras temporales, vistas bien escogidas desde el interior. Es un museo didáctico, explicativo, no de muestra; es decir, tiene muchos paneles con datos pero pocas piezas. Sin embargo es completo y claro. Otra vez un personal especialmente amable. Si acaso, señalar un pequeño error en mi entender: preeminencia del texto en gallego. A mí no me supone un problema pero los museos tienen que pensarse también para el visitante foráneo y no es fácil que manejen esa lengua los usuarios de zonas lejanas de España o del extranjero. En todo caso está muy bien. Y me sorprende su estupenda integración en el entorno, ese carácter abierto que podría suponer problemas de custodia pero que parece haberse resuelto como buena convivencia.
Poco más queda por contar. Antes de irme el lunes, eso sí, visité Peccataminuta Delicatessen, una tienda bien surtida y amablemente atendida en la calle Rosalía de Castro. La había visto la primera tarde y la dejé pendiente para comprar algo al marchar. Me busqué compañía para el viaje de vuelta: Attis 2009, Nana 2007 y A Torna dos Pasas Escolma 2007. Ya os diré más cuando los beba. Aparte, una conversación agradable con las dos chicas que estaban al cargo y algunas risas a cuenta del Gran Cerdo (para dudas, pregúntenle a Gonzalo Gonzalo). Para los que tenemos estos gustos es una visita interesante.
En fin, Vigo, no hay manera contigo. Discutimos y discutimos pero… De una gran capital andaluza dijo un natural que lo peor eran sus habitantes. Vigo es su antítesis: lo peor es la ciudad; sus gentes, en general, son estupendas. No sé, será la vecindad pero con los gallegos acabo conectando sí o sí, incluso a mi pesar. Así que están locos estos vigueses, mira que vivir ahí, pero me caen bien, qué coño. Volveré. Y vosotros no protestéis, que en los próximos capítulos ya hablo de comida, ya. Qué prisas.
Graciñas. Chao.