Vamos con el
último capítulo de mis andanzas por Girona. Lo primero, os invito a jugar con
el título. Quise llamar así a esta parte porque reunió varias de las acepciones
posibles de ese término: entraña. Tuvo algo de íntimo y esencial; tuvo también
algo de oculto. Y tuvo mucho de entrañable. Juguemos pues con las entrañas.
No os voy a
hacer esperar; ya os adelanto que aquí se condensa lo mejor del viaje. Pero
vamos a verlo poco a poco.
Había dicho
anteriormente que la misma ruta que me había acercado a Olot hizo de aperitivo
(¿Es o no es un blog gastronómico? Pues metáfora gastronómica) para lo
siguiente, para lo que viene aquí. Aquellos paisajes me habían dejado con gana
de más montaña, de más interior, así que había que buscarlo.
Tenía mi
reserva previa en Ca l’Enric, en La
Vall de Bianya, y una expectativa alta respecto a una buena
comida allí, pero quería tenerlo todo controlado y me acerqué antes a ver el
sitio, a calcular el tiempo que me llevaría el desplazamiento; no podía
fallarme nada. Y ya sabemos que el azar aparece justamente para cambiar tanto
plan cuadriculado, así que, tras pasar por delante y hacer mis cuentas, seguí
la carretera, la contemplación del paisaje de La Garrotxa en dirección a
Sant Joan de les Abadesses, como tenía previsto. Lo que no tenía previsto era
despistarme con una señal y saltarme los túneles de Capsacosta para acabar
subiendo el puerto. Fue una suerte, un pequeño regalo del paisaje que me seguía
dando pistas: aquello también era montaña, era en lo que tenía que pensar. La
única pega fue que me quitó tiempo para Sant Joan, tuve que verlo demasiado
deprisa.
Pero la
vuelta fue ágil y los cálculos, correctos, así que llegué a tiempo para la que
sería la mejor comida del viaje. Por fuera la casa es discreta aunque en cuanto
entras en el patio y ves la terraza ya tienes la impresión de que vas a
disfrutar. El contraste entre la luz exterior muy viva y un salón de recepción
un tanto oscuro hizo que tardara en fijarme en los detalles. Decoración
sumamente cuidada, muebles cómodos, todo lo necesario para un buen servicio de
bar allí… Y esa chimenea, la que vería al salir… Bueno, esa la dejo para luego,
porque empiezas y terminas el viaje culinario en este salón.
Te reciben
con amabilidad, sutilmente dejan que seas tú quien escoja la lengua en la que
tendrá lugar la atención, te traen la carta correspondiente en esa misma lengua
y mientras empiezas a pensar en lo que quieres te ofrecen un aperitivo. El
instinto me decía que debía dejarme llevar, que debía acomodarme al entorno. No
soy aficionado al vermut pero allí me pareció buena idea pedir uno, y así fue: un
excelente vermut de Falset con verdadera virtud de abrir el apetito, con un
amargor contenido, con aromas naturales, no esos punzantes artificios tan
frecuentes. Mientras lo disfrutaba me iba dando cuenta de más detalles: el
espacio amplio te permitía mantener intimidad aunque hubiese más gente, no
sentía mi “soledad” sino que me sentía como en casa. También el sonido, la
música ambiental justa para ser un rumor que tapaba el de la conversación
ajena, nada que interfiriese, que te dificultase pensar en tus cosas o mantener
tu propia conversación si era el caso. Y sobre todo, la temperatura. Con mi
extrema sensibilidad para el calor y lo que había fuera me di cuenta de lo bien
climatizado que estaba el local pero sin excesos, sin contrastes que pudieras
pagar al salir. Todos, absolutamente todos los detalles estaban estudiados.
Elegido un
menú degustación, los aperitivos del mismo estaban pensados para eso y fueron
servidos en consecuencia, en el mismo salón-bar mientras terminaba mi vermut.
Debo reconocer que en ese momento la casa ya me tenía cautivado. Seguro que el
lector desapasionado observará cosas que no le gustarán tanto pero yo le
preguntaría entonces qué había en aquel ambiente para tener mi complicidad desde
los primeros minutos. Bajo ese epígrafe de snacks
de bienvenida me sirvieron una galleta salada con fuet, otra con manteca de
cerdo, otra de queso, un pesto como acompañamiento y una hamburguesita de
butifarra blanca, todo muy sabroso, todo reconocible. El respeto al producto
empezaba desde estos pequeños bocados.
Momento de
pasar al comedor y de elegir un vino. En ese instante entras en la antigua
casa, restaurada con mimo, y en concreto yo lo hice a través de la bodega.
Supongo que es un ritual que le ofrecen a cualquiera pero imagino que podrás
escoger el vino de forma convencional, con una carta. Del techo cuelga un
curioso árbol genealógico hecho con botellas de distintos tamaños y que
representan a las diferentes generaciones de la familia que han llevado estos
fogones. Insisto en que para entonces ya contaban con mi complicidad, con mi
entrega, con que me dejaba llevar, así que pedí que me sugiriesen algo especial
para aquel menú, algo singular y capaz de afrontar los distintos platos. Y me
ofrecieron el Nun Vinya dels Tauls 2007, un monovarietal de xarel.lo de pequeña
y cuidada producción. Presencia con carácter, un color paja oscuro, un vino
graso, opulento, que no se achicó con ningún plato. Acidez en segundo plano pero viva. En cuanto se abrió
no dejó de dar satisfacciones a lo largo de la comida. Recomendación muy
apropiada.
Ya acomodado
empezó el pase. Un yogur con crema de ceps abría muy bien el menú, con un punto
ácido y muy fresco y cargado de sabor. Después vino la tapa de bogavante, donde
su carne iba acompañada de bolitas de melón sobre una crema del mismo crustáceo
y con un caldo aparte para añadir al gusto o tomar solo, por separado. Y en
tercer lugar, la lata de mariscada, como homenaje al antiguo vermut tradicional
acompañado de conservas. Aquí, unos mejillones y berberechos sobre un fondo de Bloody Mary “escabechado” y espuma de
mar obtenida del caldo de cocción. Estos tres primeros entrantes forman un
grupo más fresco, más informal, a modo de ensaladas reforzadas. Las
presentaciones en todos los casos están muy cuidadas y las explicaciones son
las justas: conoces todos los detalles pero no te agobian con enunciados largos
ni con datos obvios.
Continuamos
con una falsa crema catalana, crema de foie y leche, en frío, con avellanas y
flor de Begoña. Después, gazpacho de rovellons, tomate y anchoa. Las setas y
dados de tomate iban sujetos por la anchoa a modo de molde y luego, la sopa de
setas y tomate, por encima. Se perfumaba además con vinagre de PX Ximénez
Spínola, rociado desde un perfumador con bomba con un aire art decó. Seguimos
ante presentaciones muy cuidadas, y espero ser lo bastante preciso para que no
parezcan recargadas al describirlas, porque no lo eran. Este plato fue otro
momento de complicidad con el encargado de la sala, de breve conversación sobre
los potingues que se venden tantas veces como vinagre de Módena y la calidad de
los que se producen aquí. Casi se puede hacer otro corte en el menú a esta
altura. Estos dos platos son entrantes de concepción parecida a los primeros
pero más densos, ya sea por consistencia (el foie) o por sabor fuerte (anchoa y
vinagre).
Sigue el
ritmo creciente de la degustación con la cocotte (de Le Creuset, claro) de
miniverduras con Joselito. Varias verduras de temporada al dente, con su punto
de cocción respectivo, más lascas de jamón, y bañado todo con caldo del hueso
del mismo jamón. Me cuesta imaginar mejor menestra. Detrás, huevo con ou de
reig y parmentier. Otra vez te proponen un juego en la mesa pero tiene truco:
es una exhibición de la calidad del producto. Te presentan un cesto con las
amanitas (ou de reig) como si fueran huevos recién recogidos. Entre tanto, el
plato es un exquisito huevo de corral con setas magníficas y una crema fina de
patata como he probado pocas. Este par de platos centrados en la verdura y el
huevo cerrarían con más fuerza los entrantes propiamente dichos.
Entramos en
otra etapa con el mar y montaña de cigala de Llançà y pies de cerdo. Sin
palabras me dejó. Sólo se entiende si se prueba, todo lo demás será imaginación
escasa. ¿Describirlo? Basta el enunciado y pensar que los ingredientes eran de
primera y el respeto en los fogones, máximo. Y sin salir del encantamiento llegó
el risotto de pato “5 bellotas” y trompetas de la muerte. Se trata de verdad de
patos criados a bellota y todo empezó por accidente, con un criador que tenía
cerdos demasiado grasos para hacer longaniza y decidió hacer pruebas con otras
carnes. El resultado es una exquisitez hecha guiso. Estos dos platos son en sí
otra categoría. Demasiado serios para ser entrantes pero pertenecen a ese tipo
de recetas mixtas que a veces no sabemos dónde ubicar, que no nos dejan claro
que sean “un pescado o una carne” pero que también lo son. Eso y más.
El carpaccio
de rovellons con pies de cerdo era pura tierra, excelente. El único plato ante
el que el vino flojeó. Aquello pedía uno de esos tintos de Borgoña terrosos,
más que minerales. Otra vez cualquier descripción que intente se va a quedar
corta respecto a la calidad y calidez del plato. Y rematamos el desfile salado
con más carne, con lo que haría el segundo plato que sí podemos definir como
tal, el cordero lechal hecho a baja temperatura, con frambuesas y lana. Cordero
con cebolla estofada (no esos confitados que ya aburren al más paciente) y
frambuesa, con una vistosa “lana” en el plato, que era un algodón de azúcar
neutro con orégano y sal, y que además de adornar sin excesos sabía a campo,
acompañaba de maravilla al cordero y a la vez era lo ligero que a estas alturas
se necesitaba, que el estómago ya empezaba a preguntarse cuánto más podía salir
de aquella cocina. De paso, y aunque fuera sólo sugestión, ese algodón parecía
una transición a lo dulce por sí mismo.
Momento para
los postres. Cortamos el menú y refrescamos el paladar con las frutas rojas
bajo cero, hielo “de fruta” picado con trozos de las mismas. Frescura máxima
sin pretensiones pero que es difícil ejecutar sin arruinar el producto, ya que
se mantenía con plena consistencia y con los sabores nítidos, no anulados por
tan baja temperatura. Parece más fácil de lo que es. Después, la macedonia de
riesling, con miel. Un postre conceptual que busca diferentes notas de ese vino
en las distintas frutas y en la miel: el dulzor, la acidez, aromas florales…
Para completarlo y contrastarlo, acompañaba una copa de J.J. Prüm Auslese
Wehlener Sonnenuhr 1994. Y por último, coulant de chocolate con helado de fruta
de la pasión. El bizcocho lo acompañan y adornan con un aroma de leña en
campana –sólo para la nariz- como homenaje al chocolate cocinado antiguamente
por la abuela en la cocina de leña, un juego evocador y entrañable. Tres
postres muy bien resueltos y ordenados, de lo más fresco a lo más denso, de lo
más informal a lo más hogareño, en otro viaje introspectivo.
Pocas veces
echaré tanto en falta fotografías de los platos como en este caso, por aportar
ese plus a los lectores, pero pocas veces mi inmersión fue tal en un
restaurante, como para olvidarme de cualquier voluntad de cronista.
Y vuelta al
mismo salón bar por el que había entrado, donde me sirvieron el aperitivo, pero
ahora para tomar el café. Fue entonces cuando reparé en la chimenea en una
esquina y pensé en la enorme felicidad que sería abandonarse allí una sobremesa
de otoño con una buena copa y sin importar el paso del tiempo. Aquella casa
había conseguido hacerme feliz, muy feliz, durante unas horas. Quede aquí otra
vez el testimonio de una enorme gratitud y el deseo de la mejor de las suertes.
Recuerdo algún retazo más de conversación, mientras el café Nespresso estaba
envuelto en el humo de un volcán, el último juego efectista que inundó la mesa
con aroma de romero, el homenaje final a la Garrotxa y a su paisaje volcánico. Unas trufas y
unas avellanas garrapiñadas serían los dulces bocaditos finales de la visita.
Sé que se ha
hecho larga la descripción pero no quería dejar ni una miga de tan excelente
menú y de tan grata experiencia en su conjunto. Esta casa, Ca l’Enric, está ya
entre las más grandes que yo haya tenido la suerte de probar.
Después, la
tarde seguiría en Camprodon, pueblo que sólo conocía por una canción de Serrat
y que fue una agradable sorpresa, bonito y con un activo comercio de
alimentación pero bastante bien integrado en los locales tradicionales de la
villa, a pesar de la presión turística. Algunas de esas tiendas merecen la
visita por sí mismas y de allí salí con varios bultos más para el coche, queso
o embutido, miel o galletas. También me sorprendió el informal, el improvisado museo
que recoge testimonios del paso a Francia al final de la guerra, digno de ver y
valorar. Alguna parada menor por interés arquitectónico y un regreso por Ripoll
demasiado acelerado, muy tarde; eso me queda pendiente para una próxima vez.
Así acabó el mejor día de aquellas vacaciones ya tan lejanas.
Quedan en el
tintero muchas cosas. La arquitectura industrial de colonias como la Llaudet o la Estabanell. El
acompañamiento de Ràdio 4 con un variado surtido de pop y rock en catalán
(lástima que no dijeran nunca títulos de canciones ni grupos). El Museu del
Cinema en Girona, imprescindible para el aficionado. En fin, daría para más
pero ya no es mi intención seguir.
El último
comentario quiero dedicárselo a Los Calaos de Briones, en la localidad del mismo
nombre, donde disfruté de una comida muy correcta y a buen precio tras la
escala en La Rioja
a la vuelta. No voy a detallarla pero merece ser señalado como sitio
interesante si se está por las cercanías.
Por lo demás,
disculpad la extensión y el retraso. Espero enmendar el rumbo de ahora en
adelante, con las cosas pendientes y con las nuevas sugerencias. Salud.