Si supiera, debería deconstruir este post. O más bien desordenarlo, lanzar sobre el papel –la pantalla- el remolino de ideas y de sensaciones que provoca una visita a El Corral del Indianu. La última vez que le dediqué un post a este restaurante fue en la primavera de 2009; las veces que volví desde entonces casi siempre merecieron un comentario pero más breve. En realidad se repetía la misma satisfacción y más o menos el mismo estilo de trabajo. Volver a escribir ahora con más detalle obedece tanto a una revisión, pasados esos dos años largos, como a una reflexión ante nuevas propuestas. O nuevas respuestas, veremos.
Que empiece la tormenta de ideas. ¿Hay una nueva línea de trabajo? No sé responder a esto todavía. Desde la pasada primavera hay una mayor presencia de elementos vegetales y hay platos más delicados. Entonces podía parecer lo propio de la estación pero tenemos dos notas llamativas: que ese estilo difiere del habitual de esta cocina y que es una corriente que siguen varios cocineros de los considerados vanguardistas. No veo a Campoviejo preocupado en exceso por seguir a la primera línea pero tiene capacidad suficiente para animarse a interpretar a su manera esas propuestas. Entonces, ¿casualidad o voluntad? Aún no lo sé.
A pesar de la confianza con Campoviejo no le pregunté nada de esto. Prefiero que sea algo que él mismo resuelva en sus fogones y vivirlo desde la mesa, desde los resultados. Resultados deseados, obligados o parte y parte. Sea cual sea la intención y sea cual sea la causa, disfruté de un gran menú a la vez que percibí cambios. Intentaré contarlo.
Para empezar, la transgresión. Lo que no hago en otros sitios me animo a hacerlo en El Corral. No me gustan las terrazas, nada. Y menos para comer. Pues el otro día comí en la terraza, la propiamente dicha, no el cenador acristalado que da al jardín sino en este mismo. No me gusta el gin tonic. Apenas recurro a ese refresco alcoholizado cuando los amigos se empeñan y no me apetece un destilado serio. Y ese día salió de mí pedir uno para seguir en aquel jardín paladeando lo que acababa de comer. Si te apetece jugar, romper con tus costumbres, y sales satisfecho es porque la comida –y su bebida- ha sido mágica, te ha absorbido.
Los aperitivos de esta última etapa, ya conocidos, fueron llegando enseguida, empujándose unos a otros, como si los platos les metieran prisa, como si quisieran salir a exponer sus razones. Para quien no los conozca hablo del bombón de Cabrales y manzana asada con chocolate blanco, el tortu con guacamole y cebolla marinada y el tembloroso de Rey Silo, almendras verdes y toques picantes. Tres bocados frescos, ligeros, ágiles. Tres provocaciones, con contrastes, con producto local y con guiños a otras latitudes. El bombón es un juego de dulce y salado y una de las pocas formas posibles de meter en vereda al Cabrales, de no dejar que se adueñe del paladar. El tortu es un recuerdo del paso de ayudantes mexicanos por la cocina, una fusión de ambos lados del océano. Notas de sabor intenso pero suavizadas para ajustarlas al gusto de acá. Y el tembloroso en esta nueva versión sustituye al de foie, más pesado, y se apoya en uno de nuestros mejores quesos, con nombre propio, al margen de etiquetas administrativas.
Sigo desordenando sensaciones. Acabo la copa de manzanilla, la I think, del equipo Navazos, saca de octubre de 2010, fresca y versátil. La acabo porque hay que probar el Saint-Aubin 1er Cru En Remilly 2006, de Marc Colin et fils. Otra de esas joyas blancas de la Borgoña, vecino de los dominios de prestigio, de Chassagne-Montrachet y Puligny-Montrachet. Inmensa la gama de aromas y sabores, cambiante, en constante evolución, jugando con la temperatura, haciendo quites a cada plato. Notas ya maduras, de bollería, mezcladas con las dulces de fruta blanca en sazón. Sugerencias válidas para cualquier estación, frescas pero complejas.
Empezamos lo fuerte con la acelga ligada con pan y aceite, y verduras liofilizadas. Es uno de los platos nuevos, los de esa línea que puede apuntar un giro en la cocina. Emulsión de pan y aceite con la acelga triturada para formar una gelatina vegetal, fresca pero con consistencia. Y el adorno de bolitas de vegetales diversos, más color que otra cosa en el plato. Veréis técnicas conocidas pero poco frecuentes en esta cocina. No obstante, el plato está buscando su sitio. La primera vez era menor, aperitivo, en la línea del tembloroso pero con la acelga. Esta vez es más bien una sopa fría, presentado en plato más abierto y ración más amplia de la emulsión de acelga. Pienso que aún habrá camino para este plato, que no ha llegado a su forma definitiva.
Después, rebozuelos, almendras tiernas y trufa aestivium. Una combinación perfecta que venía sobre un caldo de pita (gallina) soberbio. Sabores intensos bien combinados sin resultar pesado en absoluto. Pueden aligerarse ingredientes sin perder la personalidad de este peculiar discurso culinario.
Un gazpacho de fresa, con pan emulsionado y jamón, que usa la misma emulsión de pan con aceite del plato de acelga, es una versión muy rica del plato veraniego, y precedió a las sardinas asadas con sopa cremosa de papada ibérica (Joselito). Otro plato de los que voy a llamar interestacional, como el de setas. Lo digo porque combinan un elemento de temporada de fácil paso pero con carácter (aquí la sardina y allí el rebozuelo) con preparaciones de fondo que me sugieren otoño, no sé por qué. Es un juego de frescor y calidez, de ligereza y potencia. Me gusta.
El bonito marinado y asado con manzana verde y chutney de cebolla también lo conocía. Plato de sabores marcados con cortes de acidez para enfrentarse a la grasa, en un punto sonrosado perfecto, ganó esta vez cualquier apuesta por su abundancia y la calidad del pescado. Marca una cima para mí en esta temporada de bonito.
¿Cuál tiene que ser el plato fuerte de un menú, según nuestra costumbre y nuestra memoria? ¿Pondríais chipirones después de ese taco hermoso de bonito? Pues el chipirón de barca con sus jugos ligados con hinojo fue en realidad el plato fuerte del día. Y no fue el último, sin embargo. Primero, se trata de un chipirón de gran tamaño. Segundo, ese fondo va ligado con su tinta y es una salsa espesa, densa, saciante. La textura conseguida es muy buena. Fue el plato que más me llenó, que más me costó terminar por su contundencia. Engañoso, juguetón, dejó atrás al bonito que parecía una prueba más dura.
Volvía así un auténtico menú de El Corral, con raciones y combinaciones con las que es imposible quedarse con hambre, pese a acusaciones sin fundamento contra la “nueva” cocina. (¿Nueva? Ya son unos cuántos años como para seguir llamándola así.) Es un desfile de platos con enjundia que, como en algún otro notorio menú asturiano, mezcla creaciones menos acostumbradas con otras totalmente reconocibles y altera el orden convencional para llevar a nuestro paladar y a nuestro apetito al paso que quiere.
La otra sorpresa y llamada a la reflexión vino aquí. ¿Ahora el plato de carne? Sí y no. Eso es lo que pide la costumbre pero la carne de cocido con sus jugos enriquecidos con hierbabuena no es eso exactamente. Carne es, claro, pero es un plato más ligero que el chipirón y que el mismo bonito, así que su posición tiene más que ver con un final tranquilo de la parte salada que con el culmen del menú. Un fondo, esencia de un cocido bien hecho, y una carne bien guisada, con sabores integrados, más el perfume de la hierba. También hay antecedentes para este plato. La apuesta de Campoviejo por la ternera ecológica de la zona le llevó a un plato donde el producto estaba casi desnudo. Era una carne muy fina, sí, pero con poco carácter, con falta de potencia sápida. Así que de aquel plato pasamos a este, la carne sencilla, incluso con menos protagonismo (esa carne complementaria de un cocido y que no será lo más firme del menú) pero con mucho más sabor, mejor resuelta. Y que cumple perfectamente esa tarea de transición hacia los postres. De nuevo el posible cambio de línea acaba volviendo hacia una cocina que me resulta familiar. Sigo sin saber responder a aquella pregunta.
En este desfile desordenado de ideas falta citar algo que ha estado ahí todo el tiempo, un fantasma que se ha sentado en mi mesa o en las del interior, que ha rondado por la cocina. Esa ánima en pena es lo que llaman crisis, algo que tiene causantes y beneficiarios. Algo que muchos aficionados, caprichosos, maníacos de la gastronomía y el vino sufrimos cuando ya no podemos pagar nuestra afición. Algo que muchos buenos hacedores y distribuidores de estos placeres sufren cuando ya no pueden vender su trabajo y sus ilusiones porque no tienen a quién. Nueva convocatoria de la tormenta de ideas. ¿Hace falta cambiar de productos? ¿Necesitamos ahora más la publicidad, las guías, las reseñas? Porque alguno de los rasgos de ese cambio hipotético podrían tener que ver con esto. Quizá algún producto más caro ya no puede aparecer tanto por las mesas. Quizá hay que trabajar con lo más cercano y del momento porque es casi imposible hacer predicciones, porque no sabemos la rotación que va a haber. Quizá también por eso hay que estar pendiente de la inquietud en el mundillo gastronómico, de quien busca nuevos vanguardistas, nuevos números uno tras la sombra de los cambios de Adriá (de lo que ya no será un restaurante) para que tu tendencia se parezca a la de aquellos a los que apunten ahora los focos, en Levante, en el País Vasco o donde sea. No sé; es un momento confuso y difícil. Por eso sigo sin respuesta para estas preguntas.
Otra pieza de este rompecabezas, el postre. La leche fresca, helada y cremosa con haba tonka es una propuesta ligerísima y adecuada para el calor pero tiene personalidad, la del buen producto lácteo. Por asociación de ideas, si a esto le añado mentalmente humo viajo hacia Atxondo, como pista para quien conozca aquello y no Arriondas. Me acompaña una copa de moscatel de Enrique Mendoza para el segundo postre, las migas de piña con ruibarbo y helado de lichis, a las que la ralladura de lima por encima convierten en un perfume incluso allí, al aire libre. Después, mi café y sus pequeños acompañantes: el bombón de té y un financiero de limón muy sutil.
Ya tengo mi momento de felicidad. No busco ahora más respuestas. Sé que, aunque todo eso que nos asedia fuerza cambios, aquí todavía tengo un refugio hasta el último momento, porque veo que la fuerte personalidad de esta cocina puede moldear a su modo todas esas imposiciones. El límite sólo será el extremo económico mínimo, no será de creatividad, moda o limitación de productos. Una vez más salgo agradecido y contento, aunque sea una felicidad fugaz. O no tanto, que el recuerdo dura, como todos los buenos. Pienso en un amigo que cuando encontraba platos o vinos así le gustaba calificarlos de obra maestra. Pues yo ese día comí y bebí en El Corral obras maestras.