
Demasiadas veces pasé por allí o cerca. Demasiado tiempo sin ir, aunque muchas personas hablasen bien del sitio. Así que este fue su momento, el regreso desde Toledo, con ganas de dejar atrás los anillos de Madrid cuanto antes. Levantarme, ponerme en ruta enseguida, que ya se verá en qué sitio mísero de la carretera fingiré un desayuno, y en cuanto me considere al norte de mi frontera imaginaria ya me relajaré, ya volveré a mis territorios. Como le gusta precisar a Toni, leoneses antes que castellanos.
Esta vez a Benavente no le dediqué nada, sólo un café sobre la marcha en un bar a las afueras, orientado ya hacia mi parada. El solo, el vasito de agua, la primitiva por aquello de la superstición del azar. La horda de chavales del Instituto me coge contra corriente cuando vuelvo a por el coche. Esos caminos tan poco sugerentes y por fin el complejo hostelero, con casi todo lo que quieras pedirle, que hasta perreras tuvo y podrían aprovecharse. Que no sea por falta de facilidades.
Las que no han venido hoy son las expectativas, más bien pienso en un comedor tradicional. Y la sala piensa lo mismo que yo. El rincón que me tocó es madera, piedra, luz escasa, decoración rústica y aprovechamiento práctico. Que nadie espere sorpresas, que mire más hacia el recuerdo, hacia el guiso tradicional, la bodega típica… Esas cosas que pueden ser tan reconfortantes cuando están bien hechas, que es lo que voy a pedirles.
La carta propone guisos conocidos, acordes con la época del año, y si acaso algún pequeño guiño a las hechuras modernas en algún aderezo, en detalles menores o tal vez sólo en el enunciado. La de vinos también se acomoda a esa línea. En otro momento hubiera echado de menos mayor oferta pero en plena ruta tampoco le puedo dedicar mucho al vino, seguro que me las apaño.
Me traen como aperitivo una crema de queso con paté de sardinas e higos. Crema compacta y muy sabrosa, que combina bien con lo demás. Empezamos con fuerza. También tengo un poco de aceite de oliva de buena calidad para que juegue con él si me apetece.
De primero he pedido huevos (a baja temperatura) con setas, lengua adobada y trufa. Vamos a pararnos un momento en el paréntesis, que es cosa mía. Lo que decía de los guiños a la modernidad aparece aquí. Ya la camarera, prudente, seguro que escarmentada por algún malentendido anterior, me recalcó que “los huevos eran a baja temperatura” cuando pedí el plato. Al ver que asentía, que conocía el truco, siguió adelante. Me da por pensar si se sienten cómodos trabajando así, si es lo que buscan o es una concesión a esa modernidad, que por otra parte parece que les crea tensiones con algunos clientes. Si tuviera confianza suficiente con él, es algo que me gustaría preguntar al cocinero. Bien, aparte de por qué hayan optado por esto, de si preferían un huevo frito para el mismo plato o cualquier otra alternativa, el resultado es muy bueno, que nadie se engañe. Esta cocina, si mete notas modernas, sabe manejarlas, igual que sabe manejar las clásicas. Muy buen plato, abundante y sabroso.
El segundo era la presa ibérica con setas. Sí, más setas. Era otoño, las había y me gustan. Buen corte, poco hecho (según lo había pedido) y buena la salsa que acompañaba, apoyada en el fondo de carne.
Para beber ya os avancé que no podía complicarme mucho la vida. Un Hito 2008 fue correcto como acompañante.
Como postre, crema de calabaza con piñones, pistachos y pasas, más yogur de oveja. También muy rico. ¿Para qué os voy a describir más? Creo que el enunciado es bien directo y da idea de lo que vas a comer. Esto parece obvio pero no siempre es así, con lo que es otro mérito.
La RCP, o ya que lancé en su día la idea, la RCC(antidad)P, me parece muy buena en este restaurante.
El servicio responde al estilo más clásico pero tiene tablas, está pendiente de todos los detalles, incluidos los de los clientes impertinentes que no saben en realidad cómo quieren las cosas y los de los que van con prisa, los “de carretera”. Tuve que sufrir dos mesas vecinas así, aunque más las sufrió la camarera y salió airosa. Tampoco los pillas por ahí.
Al final hubo visita del cocinero, también muy discreta, interesado por tu satisfacción pero sin entretenerte mucho. Otra vez pienso cuánto hay de obligado por la tendencia en esta decisión pero otra vez saben hacer las cosas, sea espontáneamente o porque se lo exija el guión.
Al llegar la hora del café se abre la puerta a un ceremonial distinto, si quieres. ¿Que te apetece tomarlo en la misma mesa, estirando el postre o la bebida? No hay problema. Pero te tientan con un salón que mucha gente ya conocerá. Planta superior, diáfana, buenas vistas, sillones provocadores, música ambiental. Un billar si alguien se anima. Licores diversos, aunque la carretera no está muy de acuerdo con que los pruebes. Y el momento de relajarse, de la tertulia si vais varios, de repasar lo que acaba de ser esta comida. No van a aparecer sus recetas en libros de culto, seguro. Tengo que recurrir a las notas para recordar lo que comí. Pero lo que no se me ha olvidado, lo que no podría recordarme ninguna nota pero está muy presente en mi ánimo ahora que escribo es la sensación placentera, ese calor reconfortante que nos queda dentro cuando hemos comido tan bien. Esa sensación es la responsable de que El Ermitaño quede ahí como una opción para volver en cualquier momento, de que sea sitio que recomendaría a quien me preguntase. Y conseguir eso cocinando tiene algo de arte, dar el paso de cubrir la necesidad de alimento a lograr ese algo más, ese refuerzo anímico, es trabajar muy bien en una cocina.
Sonrío, me estiro, respiro hondo. De nuevo ese camino tan feo que me devuelve a la autovía. Este viaje ha terminado, lo que le queda es mero trámite.
De vuelta a este momento y al teclado, también han terminado estos post enfermos, conservados en la memoria y en las notas para servirlos fuera de temporada. Vosotros diréis si se pueden comer todavía.