
Motivado por la lectura de un artículo del Sr. Vilabella, publicado recientemente en El Comercio, me lanzo a reivindicar al comensal solitario, que no salía bien parado en tal escrito. Decía el gastrólogo que resulta triste, patético comer solo. Yo le aseguro que cuando lo hago no estoy nada triste ni resulto patético, y puedo aportar testigos. Claro que yo no soy gastrólogo. Ni inspector de la Michelin, que también recibían lo suyo; no sé si eso influye. Actividades enriquecedoras y placenteras que requieran la compañía y ganen con ella sólo se me ocurren dos a bote pronto: la conversación y el sexo. Los aficionados quizá apunten los juegos de mesa pero a mí no me atraen. Por lo demás la compañía la soportamos como buenamente podemos (vecinos, compañeros de trabajo, taxistas, el pesado del autobús…) o le damos una importancia circunstancial (ese trato improvisado en la barra de un bar, por ejemplo). Y en los casos que una mayoría tendrá en mente ahora para darme réplica yo les invito a pensárselo bien: el goce, como la procesión, va por dentro y cada cual busca el suyo aunque comparta la actividad. Lo que pasa es que hay demasiada gente con un miedo extraño; no tengo claro si es miedo a la soledad o a sí mismos y por eso no quieren quedarse a solas consigo. Creo que en parte por esto tienen actualmente tanto éxito las redes sociales, las formas cibernéticas de relación, que sustituyen el contacto con “calor humano” por una ventajosa ilusión de vínculo aséptica y perfectamente controlable por uno mismo (y su mecanismo: ordenador, móvil, iPad o el chirimbolo que cada uno use). Compartir, sí, pero poco. Lo que compartimos es la crítica -¿será que al final todos llevamos un crítico omnímodo dentro?- la valoración de la experiencia, y para eso tenemos que saber que nuestro interlocutor ha visto el mismo partido, leído el mismo libro o comido la misma tapa. Entonces es cuando podemos lucir nuestras dotes de entrenador, que superan al seleccionador nacional y a quien se cruce, cómo no; nuestro talento literario oculto, y no nos arredramos en dar o quitar galardones al escritor más curtido; o nuestros amplísimos conocimientos gastronómicos para poner en solfa al cocinero por tan pobres aportaciones a la historia universal de la cocina. (Qué vamos a decir sobre eso en blogs como el nuestro que no sepamos y encontremos a menudo). Pero el partido lo ha sufrido uno como si las patadas se las dieran a él mientras su amigo ante el mismo televisor lamenta que la selección concentre tantos jugadores del mismo equipo… sobre todo por ser ese equipo precisamente, hombre, que no han podido convocar a no sé quién del rival. El libro ha aburrido a fulanito pero se lo ha tragado entero, que no puede quedar mal y no presumir de conocerlo, mientras que a su pedante cuñado le ha gustado de verdad, será triste el tío. Aunque luego los dos alabarán lo profundo de tal o cual aspecto y el ritmo ágil de la narración, claro (O lo que carajo haya dictado el suplemento cultural del períodico que lean, vamos, que la autoridad sigue haciendo falta para que nos lleve hasta donde no llegamos por nuestros medios.) En cuanto al bocado y el trago, ah, eso es otro mundo. El mismo vino que exhibe sus catorce grados de alcoholazo como mínimo, que hoy día con menos no se va a ninguna parte en el mercado español, a uno del grupo le da torrefactos en nariz y a mí me da pie para despotricar contra ese descriptor, que considero bastante vacuo y en su caso negativo (y es que odio el café torrefacto, oiga, qué le voy a hacer). El dichoso plato con wasabi hace las delicias del comensal que sigue a paso ligero la moda oriental en la cocina, mientras yo echo pestes y reclamo nuestras tradiciones (eso porque el wasabi es de los pocos sabores que no tolero ni en pequeñas dosis). En fin, que cada uno saca lo que saca de la copa o el plato y cuando disfruta es a la hora del concurso, de “acierte usted el ingrediente clave o el aroma básico”. A lo que iba, que me estoy perdiendo (Será porque escribo esto solo, y no hay nadie que comparta conmigo este placer o dolor y me corrija a tiempo: “Jorge, que te vas por los cerros de Úbeda”). Y donde iba, a donde quería llegar es a que cuando como y bebo disfruto de la comida y la bebida; no me aburro y miro alrededor para criticar la decoración o a los demás comensales. Me aburrirá en su caso –o algo peor- la mala comida o bebida, pero eso no lo van a remediar mis acompañantes; si acaso, a amplificarlo cuando lo comentemos. No produce monstruos la soledad en la mesa, los monstruos están ahí y nadie los frena cuando rugen. No van a ser mis acompañantes quienes eviten el humo desagradable de una mesa vecina, no va su conversación a tapar el bullicio molesto del grupo de al lado, no será su calidez la que compense las groserías que se oyen o se observan en público tantas veces. Distinto es que las cosas que me gustan esté dispuesto a compartirlas con la gente que también me gusta, pero aunque sigamos el mismo camino cada cual anda el suyo y carga su morral. Y en ese caso, por respeto a mis acompañantes, que para eso los habré citado o habré aceptado su invitación, el centro son ellos, en ellos me fijo y con ellos hablo o hasta discuto, y lo demás es decorado. Así que perderán protagonismo comida y bebida y objetivamente las disfrutaré menos que solo, las aprovecharé menos. Y si guardo buen recuerdo de tales citas insisto, es por la compañía, difícilmente recordaré con tanto detalles platos y copas. La compañía es una cosa y los placeres de la mesa son otra; que suelan juntarse tantas veces es sólo circunstancial. Aún diré más: la compañía fomenta esa observación, esa crítica que se achacaba al comensal solitario. Porque si tú no te has fijado en ese detalle cutre de la decoración alguien de la mesa lo habrá hecho y lo comentará; si tú solo no ibas a decir nada de la parejita pintoresca del fondo, el colectivo sí sentirá la tentación de despellejarlos y le dará rienda suelta. Total, que sigo defendiendo al comensal solitario (sin que tenga nada contra los que no lo son, por supuesto) y lo hago con convicción, no por justificarme. No, no hay nada triste ni patético en comer o beber solo; lo triste y patético que se pueda observar en alguno lo llevará puesto o será la vida misma, oiga, pero no culpe al infeliz comensal. Puestos a describir, más triste y patético es quien se come su soledad al lado de otros “bultos”. Quien no haya visto alguna pareja en esa situación, ningún amigo “invisible” dentro de un grupo, que tire la primera piedra. Un último detalle respecto al artículo que me llevó a escribir esto. Apuntaba el Sr. Vilabella a un servicio de acompañantes para que a cambio de un modesto estipendio aliviasen al comensal solitario con su conversación y compartieran comida y bebida. Oiga, la idea ahí queda, que habrá quien la agradezca e incluso quien vea en ella una alternativa laboral. Por lo que a mí respecta, el día que prefiera un interlocutor mercenario a mi propia soledad, apago y me voy. Y por hoy dejo vuestra agradable y electrónica compañía. Nos vemos (cuando entremos y salgamos en el blog) virtualmente, que yo ahora me voy a comer. Solo, como suelo hacer.