
Habíamos empezado una semana con muchas convocatorias. Ya hablamos de las jornadas del oricio en L’alezna y de la cata de tintos gallegos en La maleta del loco pero adelantamos entonces que había más.
Así que aquí estamos rumbo a Santander. Hace un día estupendo para este encuentro con Albertobilbao, amigo y habitual de estas tertulias, en un punto intermedio y con atractivos para apasionados por el vino. Él se ha encargado de todo, reservas y peticiones, porque
La Cigaleña esconde verdaderos tesoros y en
El Serbal permiten un descorche asequible, lo que nos sirve para buscar algo especial para la ocasión. Por lo que nos ha adelantado, en la primera nos espera un borgoña de gran entidad, añada antigua y a buen precio. Parece que ha tenido conversaciones interesantes con el responsable de ese auténtico templo enológico y la cita promete. Alberto llevará además un tinto y un dulce para la comida y El Diletante se encarga de llevar un blanco: Sílex 2005.
Casi acabaremos por considerar a esta botella una responsable más del desarrollo del encuentro porque por su culpa los planes cambiaron favorablemente sobre la marcha, propiciando una de esas ocasiones con magia, con sorpresas gratas que recordaremos durante mucho tiempo.
Nos encontramos al mediodía en la Bodega Cigaleña, recién abierta, y conocemos a Andrés Conde, que oficia como maestro de ceremonias en el local. A partir de entonces comienza el azar a hacer su tarea, ya que el fino criterio de Andrés le lleva a cambiar, con elegancia, sin prepotencia alguna, el borgoña sugerido por un Sílex viejo, “dado que tenemos uno joven (el que nos conserva en frío mientras tanto), para que veamos cómo son de viejos y comparemos”. Muy bien, nos gusta la sugerencia. Y nos trae la venerable botella del
Sílex 1993. Nos sirve la primera copa tal cual y decanta el resto para observar la evolución. Apenas nos lo presenta y lo prueba cuando debe dejarnos para atender una cata que tiene comprometida con varias personas. ¿Qué tenían en esa sala arriba? Nada menos que varios Egon Müller, algo para perder el sentido, seguramente, y para dejarse mucho dinero. Pero en ese momento no nos puede la envidia porque estamos dedicando toda la atención a los muchos estímulos que nos ofrece nuestro francés. Hay información suficiente sobre Didier Dagueneau y sobre sus vinos, así que no voy a citar yo nada aquí. Ni me extenderé demasiado con los detalles, mejor que mis compañeros comenten luego su parecer. ¿Y yo? Cerca del éxtasis. Qué finura, qué elegancia y qué carácter a la vez. Aquel amarillo con tendencia a ambarino, aquella lágrima sedosa y sutil, aromas múltiples que van saltando de la miel a la fruta blanca, de los orejones al fondo terroso, húmedo pero fresco; ese trallazo mineral en boca que te exige atención y te impone respeto, ese paladar aterciopelado… Le dedicamos hora y media y no veíamos la manera de estirarlo porque no se rendía, se crecía, no se venía abajo en ningún momento ni dejaba de sorprendernos con nuevos matices. Andrés tuvo la delicadeza de abandonar la cata un momento para bajar a preguntarnos nuestra opinión y a cambiar impresiones. Y después, al despedirnos, sutilmente nos sugiere que “esos vinos deben beberse al menos con quince años”. Está claro el camino que siguió nuestro 2005, el de vuelta al coche para que reposara pensando en toda la bodega que le espera, si Dile tiene suficiente paciencia.
Salimos encantados, convencidos de que el viaje ya ha valido la pena sólo por esto y resueltos a que la Bodega Cigaleña pase a un lugar preferente en nuestra agenda; repetiremos a la menor oportunidad para seguir hurgando en los tesoros de sus añadas nobles y para seguir aprendiendo de la contagiosa pasión de Andrés Conde.
Como un bucle caprichoso, había gente de El Serbal en la cata privada que teníamos antes al lado y a la entrada del restaurante nos sorprendemos. ¿Este no es…? Pues sí; allí está despidiéndose de sus colegas Josep “Pitu” Roca que también había asistido a lo de los Egon Müller mientras nosotros disfrutábamos del Sílex. Queda claro que acabamos de visitar un santuario enológico.
Así que dejamos atrás
la Cigaleña y entramos en
El Serbal, en una sala de gran elegancia y cuidada en todos sus detalles. Mis compañeros lo visitan por primera vez pero yo había estado hacía unos años y puedo asegurar que sala y servicio, que ya entonces eran buenos, han mejorado mucho. Me encuentro un restaurante crecido, asentado, con todo lo necesario para disfrutar y bastante que aportar a la hostelería cántabra.

La carta de platos no es muy amplia y está orientada hacia el menú degustación como mejor opción, porque recoge una buena muestra de sus preparaciones a un precio muy ajustado: 52 euros sin IVA. Lo pedimos y entramos en su carta de vinos, ya que se nos ha “caído” nuestro bebé Sílex de lo que llevábamos para la comida. Bastantes cosas interesantes de una amplia geografía del vino y con precios igualmente muy ajustados. Este detalle nos gusta. Para entonces, y a causa del servicio de descorche, ya estamos estableciendo cierta complicidad con el responsable de la sala, también de nombre Andrés (siento no saber su apellido en este caso). Resulta ser –y creo que no sólo por profesión- otro apasionado por los vinos y esto nos dará satisfacciones durante y después de la comida. Para los entrantes escogemos un
Pierre Gimonnet Fleuron 2000 fresco, dúctil, que se adaptó bien a lo que comimos.
Nos ofrecieron un triple aperitivo de cortesía formado por una brandada de bacalao, una crema de boletus y un tercero que espero recuerde alguno de mis acompañantes porque a mí se me ha olvidado. Recuerdo que su presentación era en gelatina pero ¿de qué? Agradables para abrir boca.
Carros, muchos carros grandes: carro de panes, carro de cafés, carro de quesos. Menos mal que hay mucho espacio entre las mesas.
El de panes te muestra un buen surtido que te explican y te cortan al momento. Los acompañan con una selección de aceites en pequeños recipientes numerados y una ficha donde se describe cada uno. Otro paseo por diferentes olivares de España, con varias intensidades y composiciones.
Empezamos con unos
calçots salteados en wok con calamares y piñones a la soja, agradables, ligeros y con buenos contrastes aunque el calamar no fuera de la calidad excepcional que suele encontrarse en Santander. Que no quiere decir que fuera malo, cuidado.

Después nos sirvieron el huevo poché con migas, parmesano y ravioli de morcilla de patata. Uno de los platos que más elogiamos. A mí particularmente me gustan mucho estas presentaciones puestas al día de platos tradicionales; son un ejemplo estupendo de lo que quieren llamar “nueva cocina” cuando la reivindicamos simplemente como “buena cocina”.
El
arroz negro con cachón, langostino en tempura y suave ali-oli falló en la integración del arroz, en el punto preciso, pero la idea era buena, la combinación y el acompañamiento resultaban agradables. Lástima de ese puntito de menos.
El menú original proponía bacalao skrei, pero como nos ofrecieron cambiar cualquier plato y nos apetecía más el mero que sugerían fuera de carta, tuvimos
mero con verduras a la plancha. Fue un acierto el cambio, creo, porque el género era de gran calidad, el punto correcto y la guarnición, sencilla para no desvirtuar lo que era bueno y había sido bien tratado.
El último plato salado fue el
conejo de monte a la royal, con mejor intención que resultado. Quizá esperábamos más de un producto tan poco frecuente por las cartas, así que, aunque correcto, no nos dio todo lo que le pedíamos. Esas expectativas a veces… Venía presentado a modo de rollo relleno con foie y panceta y acompañado de una confitura y puré de patata violeta. Buena presencia pero algo falto de intensidad.

Para este tramo del menú abrimos el borgoña que traía Alberto:
Domaine Bizot Vosne-Romanée “Les Réas” 2001. ¿Deslucido por el recuerdo del Sílex? Quizá le pareció eso al Diletante, ya nos lo dirá. Si Albertobilbao pensó algo así lo disimuló bien. Y yo, desde luego, no lo pensé: puse el clasificador diferente y disfruté de otro vino enorme, complejo, con su elegancia pero diríamos que elegancia de aldea, porque también tenía un marcado lado rústico, de terruño. Veías un vino que se presentaba a la ocasión solemne pero no podía ni quería ocultar su origen de tierra y trabajo duro. Si el Sílex era el ejemplo perfecto de lo “mineral” en un vino, este lo era de lo “terroso”. Muy cubierto, más intenso que los borgoñas típicos, con un velo característico y sutil. Aromas de fruta roja y negra, maduros. Recuerdos de bosque, húmedos, intrigantes. Y una boca plena, densa, persistente. Con él tuvimos casi una primera sobremesa, que fue mejor gracias a los comentarios interesantes de Andrés –este otro- sobre el mundo del vino desde varios puntos de vista.
El primer postre fue la
tarta de turrón con nueces de macadamia y helado de cuajada, otra vez la base de lo tradicional y guiños a lo propio pero con una presentación moderna, si es que esto al cabo significa algo, o algo bueno. Lo importante, como siempre, que fue un buen postre, bien combinado y rico.
Y también estuvo bien el segundo,
sopa de leche de coco con anís estrellado, bizcocho de pipas y helado de limón con sal de vainilla. Solo el enunciado ya nos habla de intenciones más complejas. Y sin embargo guardo mejor recuerdo del primero, aunque no soy imparcial porque me pierde el turrón, así que mejor esperamos los comentarios de los otros comensales.
Como la perfección no existe, quizá no puede existir, incluso no sé si debe, algo tenía que ponernos a prueba, que intentar estropearnos el día, a ver si doblábamos. Lo intentó con todas sus ganas (más bien con su desgana) el Sauternes en el que confiábamos para los postres,
Château Coutet Premier Cru Classé 1998. Aguado, fofo, irrelevante. No le salía la lágrima en su intento de sacárnoslas a nosotros. Qué mal trago para nuestro sufrido sumiller, al que invitamos a probar lo que traíamos, para ser discreto a la hora de decir lo que le sugería “aquello”. Con la confianza ya ganada lo comparó con unas copas de cortesía de otro dulce con mucha menos fama y precio y… Bueno, no seguimos. Lo siento, lo has intentado, majete, pero el día está siendo extraordinario y te vamos a ignorar con desprecio; ahí te quedas en la botella y que te aprovechen para algo en cocina si es posible.
El ritual tan conocido del café, con sus variedades explicadas, molienda en el acto y demás desde el amplio carro, dio paso a la sobremesa de verdad. Últimos en salir, visitamos la bodega y estiramos la charla sobre los vinos. Qué más podíamos pedir al anfitrión. Sólo agradecerle su paciencia y su trato exquisito. Salimos muy satisfechos.
Paseo, comentarios, emociones, recuerdos, planes. Esto hay que repetirlo. Recitamos como un mantra una y otra vez: Sílex 93, Sílex 93. Habrá quien se ría de estos diletantes; allá él.
Está claro que tenemos que volver, que darle más vueltas. Que la Cigaleña merece más y que mi valoración de El Serbal ha subido.
En fin, la semana ha sido movidita pero espléndida.
Salud.