Una vez que me he
vuelto a animar a escribir en formato largo y ahora que le estoy dando vueltas
a algún nuevo cambio en la línea del blog -del mío, me refiero- cumplo también
otro compromiso, privado en este caso, y redacto algo para la que fue mi casa
digital tanto tiempo, y así la sigo considerando, por cierto.
El hecho es que hablé
en su momento con el artífice y anfitrión de todo esto, con la persona que está
detrás de la firma El Diletante, y le propuse escribir una crónica muy concreta
pero con la condición de publicarla aquí. Renunciaba a publicar en mi propio
medio esto pero sí tenía interés en escribir sobre ello, ¿por qué? De modo más
consciente apunto a que había dejado esa puerta abierta, la de publicar algo
aquí de vez en cuando, y a que fue una experiencia vivida por los dos, ahora
que el tiempo nos permite compartir muchas menos. Pero subyace algo más. No
hubiera sido posible sin esta comunión en torno al vino que compartimos que yo
hubiera entrado en el peculiar círculo del que quiero hablar hoy. Y no sería el
mismo en cuanto a mi modo de vivir y entender esta afición sin haber pasado por
ahí. Por eso necesitaba este gesto de vuelta a los orígenes, por eso quería
escribir aquí, donde nací para este mundillo si es que siquiera lo es, si tiene
tanta entidad.
Hablar de lo que
vivimos en la Cigaleña siempre se me ha hecho difícil, tanto que nunca había
publicado nada extenso antes. Cuando vamos allí, bebemos lo que bebemos y
aprendemos lo que aprendemos, cambiamos, recuperamos la ilusión, renovamos las
ganas de seguir descubriendo vinos con la convicción de que nos quedan muchos
por descubrir. Pero al tiempo nos apartamos del marco típico de los
aficionados, no sirven las clasificaciones al uso, no bastan los descriptores
convencionales. O sirven, pero resultan extraños, están fuera de lugar. Sí que
podríamos hacer una crítica, una descripción formal y analítica pero no es el
momento, si lo hiciéramos así creo que sería señal de no haber entendido nada.

Porque nuestras
reuniones en la Cigaleña en torno al vino son poco convencionales. Oficialmente
el sitio es la Bodega Cigaleña, en la calle Daoíz y Velarde de Santander, y encontraréis
sobre el local mucha información y opiniones diferentes porque quien lo valore
como una bodega o un restaurante más hará sus comparaciones de los distintos
aspectos y le gustará más o menos. Pero nosotros no vamos allí con esa idea,
vamos al mejor curso sobre vinos que uno puede recibir al menos en la escala de
aficionados en que nos movemos. Vamos entregados, a dejar que Andrés Conde
comparta lo último que ha descubierto, lo que en ese momento le apetece más, lo
que le ha llamado la atención. No conozco otra persona que sepa mucho,
muchísimo de vinos y lo pueda transmitir tan bien, con humildad, con pasión, al
lado de gente con menores conocimientos, al mismo paso. Por eso dedico incluso
más tiempo a describir el contexto, las razones, que los propios vinos, porque
cuando compartimos estos vinos con Andrés no se analizan, se viven. Se beben
para sentirlos, para comunicarte con ellos, para que te digan algo y a la vez
interrogarlos… Qué poco sentido tendría ahí una nota de cata al uso.

No obstante hablaré de
lo que probamos ese día, sí, haré una concesión a la descripción típica.
Hablaré de encuentros con personajes del vino como Nicolás Marcos, que estaba
allí, porque allí es fácil encontrar a gente que tiene mucho que decir sobre
esto, de cómo compartimos con él el chardonnay En chalasse, de Julien
Labet. Hablaré de un sorprendente Châteauneuf-du-Pape blanco de 1986,
vivo, ácido, directo. Los tiempos que manejamos aquí comúnmente para consumo de
blancos pierden valor, pocas veces he bebido algo tan “joven” como esto. Algo
que se entregó tan bien desde su servicio en copa que no duró mucho. O podemos
hablar del Peyre Rosé Oro 1995, blanco del Languedoc amable, que entra con
dulzura, trémulo, como si pidiera permiso. Uvas diferentes en clima diferente y
en suelos distintos, está claro que me faltan términos de comparación pero qué
más da: el vino se expresa y es honesto, muestra su nobleza. Se abre pero
apreciamos su profundidad, su complejidad. ¿Lo veis? No puedo hablar en los
términos más comunes, los que pasarían por más objetivos. Pero ¿es el vino algo
objetivo? Si lo afrontas desde la Física o la Química, sí; puedes medir acidez,
puedes establecer porcentajes, puedes enfrentarte a él con un termómetro. Pero
yo no me dedico a eso, yo bebo vino y hablo de él por placer y por tanto de
forma pasional, por ende, subjetiva. No, ya no puedo hablar de vino de otra
forma como no hablaría de una persona querida refiriéndome a su estatura, su
peso, su profesión o su patrimonio.
Puedo decir que el Hermitage
2010 de René-Jean Dard y François Ribo empieza carnoso. Es mineral, con notas
de tiza, violeta, tinta… Evoluciona y va mostrando más facetas lentamente. ¿De
verdad eso explica mejor lo que me hizo sentir? Porque en este mundillo nos
hemos inventado un lenguaje críptico que damos por bueno pero que para la gente
menos iniciada puede ser un disparate. Ya entregados a esa subjetividad
prefiero decir que fue un vino que me captó a la primera mirada, que me atrajo,
que me provocaba para que le pusiera retos. ¿Aguantarás, podrás con esta
comida, será lo mismo después?
Porque comimos, sí, y
bien, como siempre allí. Pero sucede que nos importa mucho menos, estamos
concentrados en nuestros amigos, es decir, nuestros compañeros de mesa y los
vinos que nos van presentando; la comida la compartimos con todos ellos, unos y
otros, pero el protagonismo no es suyo, es nuestro (de los amigos y los vinos).
Unas rabas firmes y con
su fondo dulzón, unas mollejas de lechazo, casi siempre presentes en nuestras
citas, con la concesión esta vez de una preparación más amable para un comensal
que dudaba; unos maganos de Guadañeta de los más madrugadores, que solían
esquivarnos pero que cayeron esta vez; bonito del inicio de temporada
–entonces- y chuletón de vaca vieja como productos con fuerza. Todo bien
servido, en un cómodo reservado, con buena conversación. Todos buenos productos
poco enmascarados y en su punto. Para disfrutar, pero nosotros ya teníamos eso
garantizado con lo que venía en las botellas.
Hubo más dulces de lo
habitual incluso, entre los que destacó un Sauternes, un Rousset Peyraguey
Crème de Téte 2003, con ese equilibrio de dulzor y acidez que me
reconcilia con el vino dulce, a mí, que no suelo buscarlos. Y aunque no haya
sido ese el motivo puedo tomar (a modo de broma, de juego, claro) como desafío
personal la presencia de una sidra, una sidra vasca de hielo, Malus
Mama 2009. Muy limpia, también con equilibrio entre lo ácido y lo
dulce. A ambos los enfrentamos a un queso que casi nunca falta en esa casa, a
un buen Comté viejo, y los dos salieron airosos. Incisivo, casi juvenil,
seductor, de lenguaje rico el Sauternes; melancólica, reflexiva la sidra, pero
los dos estuvieron bien en ese momento.
El remate lo puso un
Porto blanco de 10 años de envejecimiento, de Niepoort, embotellado en
2012. El peso del alcohol aquí lo convierte en copa, en fin de comida, en el
que convoca a la sobremesa.
Ha pasado tiempo desde
la primera reunión así, han sido ya varias pero nos siguen sorprendiendo,
siempre hay algo nuevo que aprender, porque ya está claro que vamos a aprender
y que disfrutamos haciéndolo. Esta informal universidad del vino es responsable
de mucho de lo que ahora sé sobre él y de cómo lo valoro, sobre todo. Se acabó
analizar, se acabó el afán de coleccionista de pretender abarcarlo todo, mejor
los formatos más recogidos como este que las grandes ferias, y siempre mejor,
mucho mejor, la cercanía al producto y a quien lo hace, aunque en este caso
tenga que ser a través del relato de Andrés Conde. Considero que he madurado
bastante y que mi afición se ha aquilatado mucho ahí y por ello no siento
necesidad de demostrar o justificar nada, no quiero ser objetivo, preciso o
detallista, sólo quiero beber, conocer, disfrutar y compartirlo. Por eso
escribo, porque es lo único que tengo al alcance para compartir con más gente
lo que vivimos allí. Y como tantas veces ese proceso es un viaje que en algún
momento vuelve a la tierra de partida, así que yo he vuelto a escribir en los
Diletantes y he vuelto a mis viejos vicios, a escribir demasiado. Pero que
nadie se llame a engaño: vuelves al sitio del que partiste pero vuelves otro,
la experiencia te cambia. Me pregunto dónde estará cada uno de los que antes
nos encontrábamos aquí, tras estas líneas, qué habrá aprendido cada cual y qué
podrá compartir. Yo doy este paso, ni primero ni último.
