Llegamos al final de los asuntos pendientes, de los
relatos demorados, y será con otro gran menú degustación en Mina (Bilbao). Este
restaurante trabaja sólo con menú degustación variable, ajustado en el día a lo
que ofrece el mercado, al mejor producto según el criterio de quien dirige los
fogones, Álvaro Garrido, que habrá de transformarlo en el plato óptimo en cada
ocasión. Así que hay que hablar de su cocina en general, no de una fórmula
particular, porque no se repetirá necesariamente. Aunque haya rasgos comunes y
platos frecuentes, cada menú acaba siendo algo único, singular, y más en
nuestro caso. Albertobilbao me acompañaba ese día, y como visita la casa con
frecuencia y además confía plenamente en Álvaro, nos pusimos en sus manos para
que nos preparase algo especial.
Habitual controversia la del menú degustación
cerrado. Pocas opciones para el cliente, nada que elegir; máxima
responsabilidad para el cocinero, que ha escogido a capricho. Eso es poner el
listón muy arriba, no se pasará por alto una decepción en la que sólo ha
decidido una de las partes. En el caso de Álvaro yo creo que sale cada día más
airoso de esa prueba. Ya tuve ocasión de hablar de Mina en este blog hace un
año y me refería al restaurante como promesa, aludía a que todavía se guardaba
algo. Y esta nueva visita me lo confirma. En ese poco tiempo ha crecido, ha
asentado la técnica y el gusto personal, ha definido el carácter. Esto no
quiere decir que ya sea una cocina terminada, con su evolución completa; sigo
pensando que hay potencial para más sorpresas en la mesa, para satisfacernos con
novedades durante mucho más tiempo.

En la cocina de Álvaro Garrido hay contrastes,
muchos, y aportaciones de otras culturas culinarias, pero todo está bien
integrado, tiene sentido, funciona. Esa tendencia, esa moda del recurso al
producto exótico o a la receta foránea no siempre da buen resultado, necesita
un proyecto coherente para encajar y no desentonar y aquí yo entiendo que lo
hay. Por lo demás, el abecé de la buena cocina: ingredientes de temporada y en
su punto, tiempo, fondos trabajados… También guiños a la tierra, al entorno,
sus tradiciones y productos.
Y así desfilaron por la mesa el hígado de rape a la
diabla, con intensidad de sabor para dejar claras las intenciones desde el
principio, o el txangurro en salsa de yema de caserío y fruta de la pasión, uno
de esos entrantes de todo tiempo, que aceptaría diversas temperaturas. El foie
a la cerveza negra con avellana y tartar de gamba blanca de Huelva, que puede
intimidar con su enunciado barroco pero integra el conjunto de ingredientes y
sabores en contraste hasta dar un resultado armonioso, lo más dulce con lo
ácido, lo más graso con lo fresco. O el ravioli casero de perdiz a la canela,
bocado que pasa demasiado rápido, del que te gustaría repetir. Breve, directo,
relleno de un sabor tan concentrado…
Este menú busca un ritmo, una alternancia de platos
más densos con otros más ligeros, y a la vez busca recordarnos el orden en que
por costumbre se comían los platos en casa. Todavía estamos con lo que serían entrantes
aunque todos tienen la misma entidad, el mismo peso específico en el conjunto.
Mezcla de productos de prestigio u origen foráneo con los más cercanos, damos
vueltas en torno a la memoria gastronómica y pasamos más de una vez por el
mismo sitio pero no es un andar errático, es más bien el paseo sosegado por la
plaza de nuestro pueblo, en buena compañía, rodeándola una y otra vez mientras
evocamos buenos momentos.
Siguieron las verduritas de caserío servidas con
sopa Kanala, que es la recuperación de una de esas recetas con mucho pasado,
tanto que se pierde en el recuerdo y lo sustituye la disputa sobre cuál es el
canon que debe seguir. No tengo autoridad para decir si es la receta por
antonomasia ni me importa; lo que sé es que disfruté de un gran plato, sabroso
y entrañable, con independencia de lo que pueda estar aportando al patrimonio
gastronómico.
La yema de huevo de oca Euskal Antzara en salazón con pencas al azafrán y Martini blanco es
otro plato que bordea el barroquismo y de nuevo evita el exceso o la
distorsión. Presencia muy vistosa aunque en mi opinión no la más apetecible
(¿exceso cromático?), da paso a una demostración de técnica cuidadosa, a una
textura agradable, a unos sabores equilibrados sin esconder su audacia. No
comería una propuesta así si viniese de cualquiera, sólo de una cocina en la
que confíe ampliamente, y la de Álvaro Garrido ya es de esas.
Otro golpe de sabor intenso fue el hígado de Azpi Gorri ahumado con sésamo y cerveza
de avellana. Os recordará a uno de los primeros bocados, el del foie, pero el
hígado ahumado de cabra tiene una fuerza muy distinta a la grasa del ánade, y
su consistencia hace que en ningún momento parezca un plato repetido.
Era el momento adecuado para un movimiento
pendular, para un plato más fresco y ligero, el requesón de hierbas aromáticas
con caldo de ave. Fresco y ligero hacen referencia a una primera impresión del
paladar, al peso en boca, a la consistencia, no a la falta de sabor, porque en
ningún momento la intensidad sápida bajó en este menú. Y como hemos refrescado
el paladar –o eso le hemos hecho creer- podemos presentar el chicharro ahumado
al romero con crema de coliflor y gelée de sus jugos, otro despliegue de
sabores intensos bien conjuntados, donde la crema vegetal tiene que envolver y
suavizar la carne salobre del pescado.
Y un ingrediente de culto para muchos en el plato
final: la becada (vuelvo a recordar que es un menú de hace meses, que nadie se
sorprenda). Asada, con crema de manzana y setas de temporada, preparación
atractiva para la caza, en mi opinión. Aquí es el producto quien aporta ya
suficiente potencia para no necesitar mucho más y así fue.
Todo este menú tuvo al lado un riesling, Palais
2008, y un Borgoña tinto, un Morey-Saint-Denis, Clos de Ormes 1er Cru de 2006.
Ambos nos dieron muchas satisfacciones por sí mismos (aunque nos hubiera
gustado probarlos con más años, cómo no), no se achicaron ante los platos de
Álvaro, y nos proporcionaron buen tema de conversación, como corresponde a dos
apasionados ante alguna de sus devociones.
Hubo tiempo para postres, claro. Crema de almendra
con lichi granizado y limón helado para empezar, para cortar la cadencia grasa
y salada de los platos con frescura y un punto cítrico muy apto para ese fin.
Plátano, café y oliva negra, postre más contundente y de mayor contraste entre
ingredientes, para hacernos subir un pequeño repecho imaginario en los sabores.
Otra vez puede parecer un enunciado complicado, una mezcla poco armónica, y
otra vez se resuelve un plato con soltura, con naturalidad, para lograr el
plácet del comensal en cuanto lo lleva a la boca. Y bajamos de ese punto con el
sabayón de azúcar moscovado, helado de mandarina y yogur de limón, quizá el que
más me gustó a título personal, redondo en mi opinión, perfecto colofón para
esta gran comida.
El resto podéis suponerlo: café, charla de
sobremesa entre nosotros y con el personal… Un buen rato, hasta media tarde.
Salimos con Álvaro y un Bilbao plomizo, gris, fresco nos esperaba fuera. Él se
fue a sus cosas y nosotros seguimos paseando con una sonrisa en la cara que a
algunos les podía parecer hasta sospechosa. Ahora sabéis por qué.