Con bastante retraso, como se deduce del título, y con otras prioridades para mi tiempo y mis recursos, escribiré esto, no obstante, por varias razones. Lo haré porque así me había comprometido y eso me importa. Lo haré también porque fue una experiencia muy grata y no nos viene mal tener alguna que recordar de vez en cuando. Y lo haré porque esa pequeña alegría (y algunas cosas más importantes) creo que también se la debo a esa tierra, y ahora que vienen tan mal dadas el hedonismo de nuestra afición no soluciona nada, no es recurso, pero no tiene por qué callar y otorgar, también puede ser una forma de reivindicar a unas gentes, un paisaje, un trabajo y el derecho a pequeños (y grandes, por qué no) placeres.
En este primer post habrá un resumen general de lo que fue ese viaje y referencia a tres restaurantes en la misma ciudad. Luego haré otros dos, monográficos de dos comidas singulares.
Cada día considero más el verano, sobremanera agosto, como un tiempo de letargo, de anormalidad, cuando todo el ambiente se transforma, las ciudades esconden su vida y la sustituyen por un bronceado artificial de terrazas invasoras y carteles de cerrado por vacaciones justo en los sitios que suelen interesarme. Pero son fechas a veces obligadas, así que he de adaptarme a lo que queda.
Bueno, pues era ese mes de agosto tan poco simpático para mí cuando me instalé en una residencia a las afueras de Girona. El primer paseo vespertino ya me dio pistas: ciudad pequeña, accesible para caminar; buen comienzo.

Girona es su casco antiguo, elíptico, intrincado, encerrado, delimitado por la ciudad que le creció alrededor y por el río Onyar. Girona son puentes, varios puentes para pasear también por encima de ese río que no separa, que sólo marca una línea, un antes y un después en el tiempo. Al otro lado, calles comerciales modernas, islotes peatonalizados, edificios modernistas y en especial dos plazas, dos núcleos de actividad. Para mis planes, el Pont de Pedra y la Plaza de Cataluña como referencia para ordenar mis intereses de cada día. Para los de casi todo el mundo, por la mañana pero sobre todo por la noche, la Plaza de la Independencia, sus soportales hosteleros y sus terrazas.
Tardé poco en encontrar mis sitios: dónde desayunar, dónde leer prensa, dónde estar, sin más. Tardé poco en ajustar las medidas del café y en pedir “un tallat”. Tardé poco en sentirme en casa. Y así le cogí el gusto a la Granja Bescuit (la de J. Maragall), al café y la música de El Café, así, sencillamente y por antonomasia, o a la primera cerveza en El Cercle, donde me faltó coincidir con una actuación en directo. Y es que el carrer dels Ciutadans, donde están estos dos últimos, fue uno de mis ejes en esos días.
No encontré en cambio otro tipo de ofertas, bien por falta de tiempo o información, bien por ese letargo de agosto y su “tancat per vacances” que me recibió en tantas puertas. Por lo que toca a este blog alguna proposición golosa y alguna enológica quedaron pendientes por eso. De las que pude aprovechar me quedo con los turrones de Victoriano Candela, caros pero realmente buenos, deliciosos. ¡Lo que daría ahora mismo por conservar una tableta de aquellas! Y la misma tienda es digna de ver. Os aconsejo buscar alguna foto.
Pero paseos aparte, compras y rincones con encanto –que son muchos- seguro que queréis saber qué hubo de comer.
Empezaré por Occi, restaurante céntrico, pequeño e informal donde proponen un menú del día por encima de la media, en mi opinión. Mi experiencia tuvo luces y sombras. Trato agradable y facilidad para cualquier ajuste que quisieras un poco eclipsado al final por las prisas para doblar la mesa, aunque no llegó a cogerme el toro. Y platos conseguidos al lado de alguna elaboración menos fina. Lo dicho, buena comida con algún lunar. Pero el balance es favorable para su precio y el tipo de oferta. Incluso me animaría a repetir probando a la carta, corta pero con propuestas coherentes. En concreto yo tomé una croqueta de pie de porc –aperitivo- que resultó fallida (muy grasa y reblandecida) pero la cosa mejoró con el gazpacho de melón y anchoa, fresco aunque con sabores marcados y en buen contraste, y con el bacalao con verduras, correcto y abundante. Un surtido de quesos como postre también estuvo bien. Acompañó un sencillo Coll de Roses blanc (D. O. Empordà) que cumplió su cometido frente al calor dominante y a algún sabor difícil (la anchoa).
En realidad Occi era la única elección ya decidida, por comentarios leídos en blogs. Los demás días que comí en Girona improvisé, sin reserva ni muchos detalles previos y con el presupuesto limitado; los “lujos” me los permití por los alrededores. Y menos mal que fue el primero, porque a los dos días de llegar también ellos cerraron por vacaciones (allí los dejé haciendo alguna reforma). De paso, frente a Occi, en la esquina, pude ver la oferta de Nu, propuesta que me hizo dudar hasta el último momento pero que me resultó cómoda, por su situación y porque había sitio.
El restaurante Nu, según pude averiguar luego, es un “hermano menor” de Massana, uno de los más reconocidos de la ciudad -los Roca son otro mundo- que había descartado por presupuesto y por una información confusa sobre su cierre por vacaciones. Y así me vi comiendo en una barra un menú degustación con inspiración oriental, cosa que a los que me conocéis os parecerá extraña. Pero el ánimo bien predispuesto en ese viaje permitió la excepción.
Me presentaron como aperitivo unas cortezas de yuca con una salsa que ya no recuerdo bien pero que me gustó, eso sí lo tengo claro. Y la degustación empezó con una sardina marinada, casi cruda, con frambuesa. Muy buena. Después, bombón nacarado de tomate con caviar vegetal. Me quedé pensando cómo conseguían ese nacarado, qué técnica se usa. En todo caso es un estupendo y fresco cortante para alternar platos. En tercer lugar, langostinos en tempura con mayonesa templada al curry. Sabrosos y suaves a un tiempo. El cuarto plato era de muslitos de codorniz. Este me dejó menos huella pero tampoco me decepcionó. A todas estas, todo ese tiempo tenía delante al aplicado cortador de sashimi limpiando las piezas, sacando partes y elaborando platos, así que la dorada marinada que vino después me resultó familiar, la vi “hacerse” ante mí. Por cierto, un manazas y nada devoto de tanta orientalidad como yo agradeció las pinzas que venían para enfrentarse a los trozos de pescado en lugar de los canónicos palillos. Seguimos. A continuación, un “corte” de brandada de bacalao con naranja. Corte porque era como los cortes de helado, entre galletas. También agradable, ligero. Séptimo bocado, el tataki de atún con arroz basmati, nido de pasta (de pasta de arroz, claro) y wasabi. ¡Horror: mi enemigo mortal, el wasabi! Bueno, pero tenían la precaución de preguntar primero si se quería y de servirlo apartado. Incluso permití que me lo pusieran para hacer experimentos con microgramos del mismo (y para seguir siendo enemigos). Y para terminar el desfile salado, secreto ibérico, cebolla confitada y pimiento de Gernika. Hubiese estado muy bien de no ser por el excesivo punto dulzón de la sobreabundante cebolla.
La piña colada con espuma de coco volvió a hacer la función de cortante para cambiar al dulce. Fresca y rica. Y para que todo el mundo me entienda y no me llame pedante, del xuxo de crema con helado de vainilla y crujiente de cacao sólo diré una palabra: cojonudo.
Un par de copas del cava rosado de Raventós i Blanc (otra excepción a mis gustos dominantes) hicieron juego con todos aquellos bocados.
Por último voy a hablar de La Penyora, pequeño local con un punto bohemio. Yo comí a la carta pero hago ahora el comentario inverso al que hice sobre Occi: vale la pena su menú, a juzgar por el aspecto de lo que vi en otra mesa. Como aperitivo me ofrecieron una crema fría de soja. Los canelones de carne no destacaron especialmente; en cambio, el taco de solomillo de ternera con salsa de anchoa y olivas negras estaba bastante bien. Acompañaban unas patatas fritas chips que seguramente no eran hechas allí pero que responden a una tradición aún no perdida en algunas ciudades: las patatas que yo llamo “de churrería”, esa elaboración antigua, casi desaparecida, pero tan grata donde todavía sobrevive. Y no es que las llame yo así, es que de ahí proceden. Estas, o lo eran o eran una imitación industrial muy lograda.
El postre merece capítulo aparte aunque sólo sea por su abundancia. El milhojas de la casa trataba de encerrar entre dos láminas de pasta nata montada con almendra picada, una salsa templada de chocolate, piñones y avellanas, además de trozos de fruta fresca (sandía, melocotón y plátano). Con hambre no podías quedar. Recuerdo también un café digno.
Como apunté al principio, las mejores mesas las busqué fuera de la ciudad. A la capital le reservé muchos paseos, mucha arquitectura, museos (en el Museu d’Art estaba la exposición temporal Art i gastronomía, casi como un guiño para aficionados), cervezas con amigos… Y esa relación íntima que establezco con las ciudades que me gustan, también con aspectos que no contaré.
En fin, que Girona me cautivó, me ganó con su encanto. ¿Cómo no iba a hacerlo una ciudad que tiene su ayuntamiento en la Plaça del Vi (plaza del vino, si alguien necesitaba traducción)? Una ciudad amable, dulce, donde te contestan merci en lugar de gràcies, lo que dio para una pequeña polémica filológica. Una ciudad a la que me gustaría volver en mejor época del año.
Más adelante os contaré dos comidas especiales y su contexto. Tocará hablar de un interior atractivo frente a la fama de la costa. Tocará hablar de gastronomía mayor. Será todo también agradable.
Pero eso no evitó el surrealismo del verano, el que hacía que las carreteras (si se pueden llamar así, que lo dudo) en torno a Cala Montjoi estuvieran transitadas como si llevasen a un gran centro comercial, el que hacía que la policía local cerrara literalmente pueblos salvo que fueses residente porque ya no cabía un coche más, el que me hizo recorrer un día buena parte del litoral sin que pudiese parar en ningún sitio hasta la caída de la tarde. Esa locura terminó cuando llegué a Cadaqués y me refugié en el Casino, que tiene un encanto especial para mí. Después de recuperar mi humor fui hasta el Cap de Creus, el finis terrae de oriente que tiene incluso más magia que el occidental (que me disculpen mis amigos gallegos). Este es un punto en el que animaría a perderse a cualquiera, a desconectar, a contemplar sin más aquel mar sin perspectiva y dejar que te sugiera cosas. Tiene el poder de hacerlo.
Tocaba volver. Había que soportar otra vez el pago obsceno de peajes irritantes. Había que esquivar como fuera las horribles áreas de servicio y apañárselas para comer en un sitio digno. Hubo que atravesar el pluscuaninfierno de Zaragoza, con 42 grados inverosímiles, insoportables. Aún hubo tiempo para hacer noche en La Rioja y visitar al día siguiente la bodega de Marqués de Riscal. No es pequeña la parte de su negocio, con todo el vino que producen, que proviene de estas visitas turísticas. A su favor he de reconocer que el precio de los vinos en su propia tienda es ventajoso (ya me lo agradecerán los amigos cuando compartamos ciertas botellas).
Poco a poco miraba con placer el termómetro, para ver cómo caían los grados según avanzaba hacia el oeste. Así hasta casi llorar de emoción cuando Cantabria me recibió incluso con una leve llovizna. No fui el único: a mi lado en una gasolinera alguien puso su cara hacia arriba para recibir aquella bendita agua. Y eso que seguro que su coche tenía aire acondicionado, no como el mío. En fin, volvía a mi tierra, pero con recuerdos muy gratos. Y un maletero cargado de productos que tienen mucho que ver con nuestra afición común.
