
Escapada con rumbo a Cantabria; objetivo, Los Avellanos. Tengo Cantabria ahí al lado y la zona me gusta, así que es buena opción para un día libre. De este restaurante hablan bien varias guías pero no tengo referencias personales hasta ahora. O mejor dicho, no tenía, que poco antes de ir alguien que sabe mucho de vinos me da pistas sobre la bodega del sitio. La cosa promete.
El día tiene una luz bonita, hace algo de frío, se viaja con comodidad… pero estoy llegando a Torrelavega, población que nunca incluiré en una lista de mis preferencias. Normalmente no te hace falta fijarte, porque a cierta distancia se manifiesta El Olor, así, con mayúsculas. Alguien que viva allí podría hablar sobre él como el Coronel Kurtz de Coppola hablaba sobre el Horror. Pero es tiempo de máscaras y puede que hasta el aire quiera aparentar lo que no es y parecer puro. En fin, llegamos a Tanos.
Tampoco aquí vamos a encontrar mucho aliciente entre urbanizaciones miméticas, así que vamos directos a comer. La sala es funcionalidad pura: cuadrangular, blanca, luminosa… Los “cortes” necesarios para colocar a un lado cocina y bodega y para inventarse al fondo un baño, casi todo invisible si no lo buscas. Mesas amplias, bien separadas y cada una con su mesita auxiliar. La pared de la bodega pone una nota de color y sugiere vino, ¿o estaré yo imaginando demasiado? No sé, pero estoy cómodo, que es lo que me importa. La carta breve, con los ajustes en la oferta de pescados y con un par de platos de cuchara aparte. Y la de vinos se destaca: encuadernación más noble y un volumen manejable pero amplio, y dentro encuentro bastantes cosas de interés. No fallaban mis fuentes cuando me prometieron sorpresas en ese aspecto.
Atiendo la invitación de la casa a pedir medias raciones si deseo probar más cosas y empieza el convite.
La crema de boletus y pan especiado del aperitivo de cortesía huele bien y sabe mejor, me predispone favorablemente. Como también me hacen sentir bien el servicio amable, las sugerencias comedidas, un pan sabroso o los dos aceites (Oro de Bailén y Marqués de Griñón) y el cuenco con forma de trébol, para cada uno y para la sal especiada que te ofrecen.
Esto de viajar solo limita la elección de los vinos, así que entre muchas tentaciones francesas (Aviso para navegantes: es el apartado mimado de la carta.) me fijaré en un vino de paso fácil, versátil, ligero y que además tenga carácter; por pedir que no quede. Y si ha de ser todo eso ha de ser un champán. Hay unos cuantos apetecibles pero, ya que estamos y que sé que en la casa son buenos conocedores, que me aconsejen algo, que me sorprendan, ¿por qué no? Y me recomiendan el Jacques Lassaigne “Le Cotet” Extra Brut. Hago un pequeño paréntesis para reconocer dos méritos. Ese champán está en esa carta –además de por el interés del restaurante en cuidar sus vinos, claro- porque existe un sitio llamado
Pero yo había ido a comer, por lo tanto… Media de un plato ya consolidado de esta casa: Milhojas de perdiz, foie gras y manzana. Hay quien ha criticado poca renovación en la carta pero ni entro ni salgo en eso porque es mi primera visita. A lo que iba: equilibrado y sabroso el entrante. El foie no se hace pesado porque no se abusa de la cantidad, porque es bastante fino y porque contrasta con el carácter más agreste de la perdiz picada y con la acidez y el frescor de la manzana. Me gustó.
Después, otro medio entrante, el Carpaccio de carne roja con cremoso de queso ahumado. La presentación es un timbal formado con las lascas de carne y sobre el mismo la bola de crema de queso fría con unos brotes de cebolla. Y ahí empezó un pequeño motín de los platos contra el servicio de sala, que tuvo su primer episodio en la tendencia suicida del cremoso de queso, empeñado en saltar desde lo alto del timbal al plato. Infeliz, ¿no sabía que ahí lo iba yo a estrellar en cuanto empezase a separar la carne? Un poco más atemperado hubiese ganado casi la perfección, porque el corte, fino pero un poco más denso de lo habitual, y la calidad de la res vieja daban una potencia notable al plato. Ese sabor profundo, que definimos como mineral puede que sin mucho sentido, estaba ahí y marcaba el terreno. Y el queso era un acompañante perfecto, con un deje ahumado delicioso. La nota fresca de los brotes, con una punta ácida y un regusto dulce, completaba el cuadro.
Como principal escogí otro ofrecimiento fuera de carta que sonaba bien: Secreto de cerdo ibérico con frutos de mar. Un mar y montaña a su modo, con el secreto frito en tiras y acompañado de chipirón, langostino y unas sabrosas verduras con el punto de cocción exacto.
A todas estas, el champán estaba quedando como un señor. Una nariz delicada pero rica y constante, persistente. Carbónico nada punzante, acidez en la retaguardia. Manzana, mucha manzana, y fermentación leve; sugería la sidra bien elaborada. Enseguida notas de pastelería fresca, y luego la combinación de ambas, la evocación de la manzana asada… Vaya, que aquí no hubo que dudar qué hacer con la botella empezada porque sólo sobró una copa, poco más.
Llegamos al postre.
Pero la calma de esta isla se va a ver alterada por nuevos ánimos belicosos. Fallido el ataque del queso kamikaze un infiltrado en los petit fours lo intentará de nuevo. Con el café venían unas gominolas de mango y coco, una trufita y un chupito de crema de café (descafeinado, por cierto) Y en la primera bandeja, cuando llegaba a la mesa, el chupito decidió dejarse caer para que su contenido causase todo el daño posible. Tampoco le sirvió de nada. Repulsa unánime de las demás golosinas, reacción tranquila de la camarera, vuelta a cocina y por fin pude tener acompañantes para un café solo.
En fin, una comida muy agradable. Para quien conozca El Serbal son conceptos con ciertos parecidos. Cocina teñida con las tendencias actuales, guiños a los productos de la zona, especial cuidado de la sala, bodega bien atendida, detalles para buscar la comodidad del cliente, para hacerle el restaurante cercano. En este caso aún más por la dimensión más modesta, más hogareña casi.
Antes de que la bancada de economistas me pregunte, unos cincuenta pavos por la comida y casi otros tantos el vino.

Ya hablé de la falta de alicientes en el entorno, con lo que prefiero ir hasta Santander a disfrutar de la tarde. Cafés, paseos (Qué incómodos son algunos recorridos por esta ciudad, con tanto sube y baja. Y no es que sea yo de tierra llana precisamente.) El mar, que casi siempre me hace más agradables los sitios. El viento, que a mí me gusta aunque tiene pocos amigos. Los rincones bonitos, algún edificio de interés, todo escondido entre otros más vulgares y poco cuidados. Pero mi paladar está satisfecho y mi cabeza me dice que pronto volveremos a
