Hacemos un paréntesis en la visita a Santiago y nos desplazamos a Pontevedra. Mala idea querer disfrutar del paseo cuando media ciudad está invadida por una obra de envergadura y por el montaje de las barracas para las fiestas. Incluso así, Pontevedra resulta acogedora, fácil de abarcar y de apreciar.
Este gastrónomo errático todavía no había comido en Solla, la gran referencia local y con una trayectoria amplia y reconocida, así que era cosa de poner remedio a esa carencia.
Toca un día de calor, mucho calor, y hay que combatirlo generando corrientes en la sala a base de abrir ventanales. Esto nos traerá la visita de alguna abeja y otras incomodidades que restaron encanto al comedor. Para quien no lo conozca, se encuentra en una casona antigua y tiene unas vistas hermosas, además de estar muy cuidado su diseño; por eso señalo el pero de lo anterior, porque es una sala de las que valen la pena para disfrutarla en condiciones óptimas.
Seguí la misma práctica que en otras primeras visitas durante este viaje y escogí el menú degustación para probar varios platos. Me pareció lo mejor ante la expectativa de encontrar una gran cocina que tenía. Y ya puedo adelantar que fue un gran error, tan grande como para permitirme sugerir a quien lea esto que no lo haga, que apunte a la carta donde sin duda encontrará algo que le satisfaga. (Sabéis que no suelo hacer sugerencias tan categóricas) Esa sigla ampliada que ya hemos adoptado en el blog,
El servicio es bueno aunque hubo alguna demora ocasional, achacable a una sala llena un día de semana para el almuerzo. Cinco personas dirigidas por el propio Pepe Solla, que mimaba especialmente las elecciones de los vinos, y un cristal oscuro al fondo a través del cual veías las siluetas del personal de cocina.
Antes de haber pedido llegó un primer aperitivo de tres, una espuma de gin tonic cuyo frescor agradecí con aquella temperatura pero que tomé algo devaluada, ya caída, por seguir distraído con la carta de vinos. Pude dedicar mejor atención a la sopa de melón con jamón, versión líquida del plato veraniego, una sabrosa sopa fría, y a la combinación de patata y cebolla, también tan clásica; esta vez era cebolla caramelizada con puré y escamas de patata. La impresión que te dan estos anticipos es la de buena técnica, apuesta por las bases culinarias tradicionales y ligereza en los platos. El comienzo promete.
El primer plato del menú son las Navajas con espuma de limón y mayonesa, presentación sencilla y fresca para acompañar a un producto de primera. La combinación también es conocida y el sabor del limón suele acompañar bien a este molusco. Me gustó mucho.
Seguimos con
Otro entrante fue
El Salmonete con guisantes es de nuevo una exhibición de producto de primera, aspecto que suele alabarse en esta casa. Lomo bien sabroso acompañado de tres consistencias de guisante: entero, crema y espuma. También el sabor del guisante se aprecia y se disfruta. Pero nuestra triste segunda ce sigue sin levantar cabeza, ya que el trozo de pescado es un cuadradito de tres centímetros y medio de lado como mucho.
La pobre sigla podrá reparar su orgullo con
Cierra el capítulo salado el Pichón: pechuga y muslo, sacado en el punto que solicitas, muy bien tratado. La pieza era sabrosa y también era una ración correcta. Otro tanto para nuestra letrita, para que al menos empate el partido.
Antes de los postres te ofrecen una degustación de queso del país con membrillo y confitura de manzana. Te lo sirven desde un carrito auxiliar de tipo antiguo, de madera, con el queso batido en lo que en Asturias sería un duernu. (Si algún voluntario me da el término gallego para eso mismo, para esa especie de mantequera, yo agradecido) Otro guiño a los usos antiguos. Muy sabrosos el queso y sus compañías.
A la comida la acompañaron tres panes, blanco, moreno y de pasas, todos apreciables, y de combustible líquido, Tomada do Sapo 2004, decantado por sugerencia del propio Solla. Me comentó datos sobre la elaboración y estuvo pendiente de que no fallase la temperatura de servicio pese a la del ambiente. Un poco reducido al principio, pronto se empezó a expresar en toda su amplitud, rico, graso, complejo. Fruta blanca madura, notas tropicales y de vez en cuando un deje de hidrocarburos. Se encaró con el menú con éxito.
Como primer postre, Tarta de cerezas. Seguimos pegados a las raíces, a la tradición. Sin embargo no me emocionó. Rica, sí, pero no decía mucho. Además también pecó de escasa ración.
El segundo me convenció más. Postre de avellana, que combinaba un bizcocho, un helado y una crema, con avellana picada, todos de buena factura y sabor intenso.
El café también tuvo escolta: una crema de chocolate blanco y (más) café, una espuma de chocolate y una trufita. El cacao siempre es bienvenido en mi mesa.
Total, que como tantas veces se ha dicho y yo esperaba, encontré una casa sólida, asentada, con excelentes productos y con técnica depurada. La queja viene por esas raciones a veces exiguas que dejan el menú de seis platos realmente en tres y los otros tres como pinchos a lo sumo. Para 68 euros sin IVA me parece mala imagen, sobre todo ante el prestigio merecido del restaurante. No sé, hasta un simple cambio de enunciado daría una impresión mejor (degustación de nuestros clásicos, miniaturas de temporada, qué sé yo; le pones algo así y dices que esos tres mini-platos son tres fases sucesivas de uno y la percepción cambia) En suma, que volvería -que volveré, sin duda- pero procuraría evitar el pleno verano y pediría a la carta, no el menú.
Al margen de este lunar fue una buena comida en un entorno precioso y Pepe Solla resulta un estupendo anfitrión, al que se la da bien lo de las relaciones públicas, con naturalidad, con simpatía, hasta hacerte sentir como si comieses en el salón de su casa, yendo de la sala a la cocina a observar cómo marchan las cosas, cuidando los detalles, dando conversación pero breve, sin entrometerse. Gran profesional.
El vil metal: 68 euros del menú, 28 del vino, 1’50 del café, calcúlele usted el 7% de IVA y le saldrán 104’33.
Un nuevo paseo por Pontevedra y retorno a Santiago a modo de excursión tranquila, pasando por Padrón. A veces se echa de menos el encanto de las antiguas rutas. Pero aún queda viaje.
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