domingo, febrero 27, 2011

El viaje de vuelta. El Ermitaño (Benavente) Por Jorge Díez


Demasiadas veces pasé por allí o cerca. Demasiado tiempo sin ir, aunque muchas personas hablasen bien del sitio. Así que este fue su momento, el regreso desde Toledo, con ganas de dejar atrás los anillos de Madrid cuanto antes. Levantarme, ponerme en ruta enseguida, que ya se verá en qué sitio mísero de la carretera fingiré un desayuno, y en cuanto me considere al norte de mi frontera imaginaria ya me relajaré, ya volveré a mis territorios. Como le gusta precisar a Toni, leoneses antes que castellanos.

Esta vez a Benavente no le dediqué nada, sólo un café sobre la marcha en un bar a las afueras, orientado ya hacia mi parada. El solo, el vasito de agua, la primitiva por aquello de la superstición del azar. La horda de chavales del Instituto me coge contra corriente cuando vuelvo a por el coche. Esos caminos tan poco sugerentes y por fin el complejo hostelero, con casi todo lo que quieras pedirle, que hasta perreras tuvo y podrían aprovecharse. Que no sea por falta de facilidades.

Las que no han venido hoy son las expectativas, más bien pienso en un comedor tradicional. Y la sala piensa lo mismo que yo. El rincón que me tocó es madera, piedra, luz escasa, decoración rústica y aprovechamiento práctico. Que nadie espere sorpresas, que mire más hacia el recuerdo, hacia el guiso tradicional, la bodega típica… Esas cosas que pueden ser tan reconfortantes cuando están bien hechas, que es lo que voy a pedirles.

La carta propone guisos conocidos, acordes con la época del año, y si acaso algún pequeño guiño a las hechuras modernas en algún aderezo, en detalles menores o tal vez sólo en el enunciado. La de vinos también se acomoda a esa línea. En otro momento hubiera echado de menos mayor oferta pero en plena ruta tampoco le puedo dedicar mucho al vino, seguro que me las apaño.

Me traen como aperitivo una crema de queso con paté de sardinas e higos. Crema compacta y muy sabrosa, que combina bien con lo demás. Empezamos con fuerza. También tengo un poco de aceite de oliva de buena calidad para que juegue con él si me apetece.

De primero he pedido huevos (a baja temperatura) con setas, lengua adobada y trufa. Vamos a pararnos un momento en el paréntesis, que es cosa mía. Lo que decía de los guiños a la modernidad aparece aquí. Ya la camarera, prudente, seguro que escarmentada por algún malentendido anterior, me recalcó que “los huevos eran a baja temperatura” cuando pedí el plato. Al ver que asentía, que conocía el truco, siguió adelante. Me da por pensar si se sienten cómodos trabajando así, si es lo que buscan o es una concesión a esa modernidad, que por otra parte parece que les crea tensiones con algunos clientes. Si tuviera confianza suficiente con él, es algo que me gustaría preguntar al cocinero. Bien, aparte de por qué hayan optado por esto, de si preferían un huevo frito para el mismo plato o cualquier otra alternativa, el resultado es muy bueno, que nadie se engañe. Esta cocina, si mete notas modernas, sabe manejarlas, igual que sabe manejar las clásicas. Muy buen plato, abundante y sabroso.

El segundo era la presa ibérica con setas. Sí, más setas. Era otoño, las había y me gustan. Buen corte, poco hecho (según lo había pedido) y buena la salsa que acompañaba, apoyada en el fondo de carne.

Para beber ya os avancé que no podía complicarme mucho la vida. Un Hito 2008 fue correcto como acompañante.

Como postre, crema de calabaza con piñones, pistachos y pasas, más yogur de oveja. También muy rico. ¿Para qué os voy a describir más? Creo que el enunciado es bien directo y da idea de lo que vas a comer. Esto parece obvio pero no siempre es así, con lo que es otro mérito.

La RCP, o ya que lancé en su día la idea, la RCC(antidad)P, me parece muy buena en este restaurante.

El servicio responde al estilo más clásico pero tiene tablas, está pendiente de todos los detalles, incluidos los de los clientes impertinentes que no saben en realidad cómo quieren las cosas y los de los que van con prisa, los “de carretera”. Tuve que sufrir dos mesas vecinas así, aunque más las sufrió la camarera y salió airosa. Tampoco los pillas por ahí.

Al final hubo visita del cocinero, también muy discreta, interesado por tu satisfacción pero sin entretenerte mucho. Otra vez pienso cuánto hay de obligado por la tendencia en esta decisión pero otra vez saben hacer las cosas, sea espontáneamente o porque se lo exija el guión.

Al llegar la hora del café se abre la puerta a un ceremonial distinto, si quieres. ¿Que te apetece tomarlo en la misma mesa, estirando el postre o la bebida? No hay problema. Pero te tientan con un salón que mucha gente ya conocerá. Planta superior, diáfana, buenas vistas, sillones provocadores, música ambiental. Un billar si alguien se anima. Licores diversos, aunque la carretera no está muy de acuerdo con que los pruebes. Y el momento de relajarse, de la tertulia si vais varios, de repasar lo que acaba de ser esta comida. No van a aparecer sus recetas en libros de culto, seguro. Tengo que recurrir a las notas para recordar lo que comí. Pero lo que no se me ha olvidado, lo que no podría recordarme ninguna nota pero está muy presente en mi ánimo ahora que escribo es la sensación placentera, ese calor reconfortante que nos queda dentro cuando hemos comido tan bien. Esa sensación es la responsable de que El Ermitaño quede ahí como una opción para volver en cualquier momento, de que sea sitio que recomendaría a quien me preguntase. Y conseguir eso cocinando tiene algo de arte, dar el paso de cubrir la necesidad de alimento a lograr ese algo más, ese refuerzo anímico, es trabajar muy bien en una cocina.

Sonrío, me estiro, respiro hondo. De nuevo ese camino tan feo que me devuelve a la autovía. Este viaje ha terminado, lo que le queda es mero trámite.

De vuelta a este momento y al teclado, también han terminado estos post enfermos, conservados en la memoria y en las notas para servirlos fuera de temporada. Vosotros diréis si se pueden comer todavía.

sábado, febrero 19, 2011

Arrastrar para sacar el tres de espadas. Por Jorge Díez





Ya sabéis que cada vez me gusta más tomarme esto como un juego, así que el siguiente de los post “enfermos” tendrá algo de partida de cartas. Y será largo, un “tres en uno”, lo siento.

Después de la buena experiencia en Bilbao me esperaba Toledo, adonde hacía mucho tiempo que no iba. Lo primero fue el manido tema de las expectativas. Quiero decir que recordaba Toledo de visitas juveniles, de bastantes años atrás, con menos viajes a cuestas. Y lo recordaba como un salto en el tiempo, como sumergirte de verdad en una ciudad del siglo XVII. Pues no encontré esa misma magia, ese casco antiguo impecable; encontré una población un tanto maltratada por el turismo y las obras. Pero eso es algo muy personal que tampoco me impidió pasear, disfrutar de la ciudad vieja y visitar museos. Me llamaron la atención los cortos horarios de tarde que tienen, lo que me dejó sin ver varias cosas. Y os ahorraré la posible polémica en torno al contenido del Museo del Ejército porque supongo que es ante todo resultado de la deformación profesional.

Así que vamos a hablar de comida, que es lo nuestro. La hora de llegada me llevó a meter una cena el primer día en contra de mi gusto (Para homenajes dadme comidas, que la digestión luego se hace dura.) pero quería probar tres sitios y… Total, que hubo cena en Adolfo, clásico de la restauración en Toledo y verdadero emporio del papeo local que me acechaba incluso debajo del hotel con su escuela de hostelería. Esa palabra, clásico, en su mejor acepción, es la que lo define. Ese servicio de la vieja escuela, trajeado, ceremonioso; mesas grandes y espaciadas; la sala que es en sí un tesoro (podéis ver fotos en su web pero no le hacen justicia, no se aprecian detalles del suelo y el artesonado que impresionan); ese gerente que a la salida te da su tarjeta personal y se ofrece a resolverte cualquier petición futura, además de regalarte unos riquísimos mazapanes “para su señora” (que por supuesto me comí yo en el hotel, qué señora ni qué…) son señas de identidad de un concepto antiguo pero que sigue gustando mucho según a quien. Y yo no soy de los devotos de ese estilo pero os aseguro que lo hacen muy bien, que te hacen sentir muy a gusto, que consiguen que no empalague nada. Hay mucho oficio detrás.

Sobre la mesa su aceite propio de cornicabra, pan de cristal y pan común, muy dignos, y una crema de apio bien rica y un taquito de atún rojo (Sí, ¡han pecado!) con crema de manzana como aperitivos. Eso mientras espero lo que he pedido, unos chipirones (Sigo sin consultar el libro de estilo del blog, así que si se puede usar la palabra, aquí ponéis “cojonudos”.) con cebolla roja que fueron un triunfo en el tapete y que ganaron la baza incluso a la perdiz, abundante y rica pero a la que le faltaba fuerza en mi opinión. Como uno es un zampabollos y había otro elemento clásico, el carro de quesos, también los pedí. Y ahí hice mal, porque el surtido llevaba un manchego, que es lo suyo y que estaba muy bueno, un San Simón ahumado, que no estaba tan “teta” como su forma, y dos viejos conocidos que tampoco me emocionaron: uno de Taramundi con nueces y nuestro ubicuo La Peral. Ya veis, parece que los quesos me perseguían desde el norte. Por cierto, las confituras de acompañamiento, a base de higos, frutos rojos y albaricoque, estaban muy bien. Aunque en la mano del dulce por lo menos cantamos veinte y nos recuperamos. El suflé de chocolate con helado de vainilla unido a un buen café y a un surtido de golosinas de cortesía –magdalena, mazapán, turrón y trufa con menta- cerraron bien esta partida.

A todas estas también bebí, claro. Un Jiménez Landi Piélago 2007, por aquello de buscar algo de la tierra y contundente, preparado para lo que esperaba de la perdiz. Y como estaba solo en mi mesa y dedicaba atención al vino, lo miraba, giraba la copa, olía –vamos, que tenía pinta de friki de esos, vaya- el anfitrión me trajo la prueba de un Pago del ama 2005 que estaba catando un pequeño grupo de conocidos junto a otros vinos. Muy bueno el primero para su función de acompañar mi cena; rotundo el segundo, que no conocía; y en consecuencia, notable la exaltación producida por tanto vino. Pero que nadie dude: por si los excesos te pueden hacer olvidar algo, te dan la etiqueta de tu botella pegada en un tarjetón a modo de recuerdo, así que ahí tengo las dos en casa.

De lo demás de esa noche me perdonaréis si no os hablo, de momento. Lo que puedo asegurar es que churros y porras son un gran aliado en el desayuno del día después y sobre todo si hace frío y el local es pequeño, para que el calor y el aroma de recién fritos lo llenen todo. Un lujo cercano que no tuve en Bilbao (en algo tenía que ganar Toledo, ¿no?) y que también ofrecía una tortilla de patata contundente y buena, aunque especialmente cara. Sobre el nombre no apostaría pero creo que era La churrería, sin más, y desde luego le cuadra ese nombre.

La partida del día siguiente se jugaba en Lócum. Colgado en un corredor sobre el patio central podía observar las cabezas de los demás comensales cuando entraban, antes de que los distribuyesen por los pisos. Disposición curiosa pero poco práctica. Y escaleras de pendiente peligrosa (¡Cuidado con la bebida!).

Reparten cartas: olivas, el pan y aceite Quercus de mano. Como aperitivo una ensaladilla de mar (crema de calabaza y zanahoria, crema de pimiento, espuma de patata y mayonesa, con huevas de trucha y mojama) que hubiera merecido ser plato, amigos. Sobre todo para el verano. Después, turrón de hígado de pato con orejones confitados y fresas. La presentación está muy lograda pero resultó demasiado dulce, además de denso. Jugué con cada ingrediente y con contrastes y hasta le busqué contraste con las aceitunas que aún tenía en la mesa (no fue tan disparatado). Los salmonetes con alcachofas, mejillones y salsa verde eran una buena propuesta pero fallaron (es decir, no asistieron al palo) por el pescado en sí, que no era todo lo sabroso que podía pensarse. Las raciones eran bastante generosas. Un cortante de manzana verde con gelatina de eucalipto para pasar al postre, pastel de mazapán (era un coulant) con helado de queso con arándanos. Mejoró la mano de lo salado. Con el café, un chupito de albaricoque con leche merengada, chocolate blanco con pasas y chocolate negro. Con tanto ingrediente díscolo en los platos (foie, alcachofa) la bebida tenía que ser todoterreno, o sea, champán. Había una entrada en la carta de “Champán de pequeño productor (consultar)” por donde van rotando distintas marcas. Esta vez era un Veuve Doussot Brut que sin ser un grande cumplió entre tantas zancadillas de sabores.

Entre paseos y museos con los que no os voy a aburrir, entre cafés poco relevantes que no señalaré, me quedo con los detalles de las compras, concentradas en el turrón y los mazapanes de Santo Tomé, estupendos, y con dos locales que me dieron juego a primera hora de la noche: La Flor de la Esquina, que lo mismo te daba para un buen café que para un vinito acompañado por un pincho bastante interesante, y La Campana Gorda, más castizo, donde las cañas siempre traían algo sabroso consigo (morcilla, cazuelita de algún guiso…) Además este fue mi proveedor de prensa. Lo mío con los cafés y con el periódico en los locales es un ritual que siempre cumplo; escojo o descarto muchos por ese motivo.

Para ser sincero también tendría que hablar del Pub O’briens, pero eso ya entra en la parte de la noche que preferí no contar al principio y que vamos a seguir omitiendo.

Falta la tercera partida, para la que cambiamos de garito, de Toledo a Illescas. ¿A que ya sabéis dónde? Eso es, en El Bohío. A este le tenía gana hace tiempo, era uno de esos sitios a los que todavía me apetecía ir en plena etapa de desencanto con las grandes promesas gastronómicas. De Illescas, de la villa, no esperaba gran cosa pero tan poco, tan poco… En fin, vine a comer, no de paseo. Repartir estas cartas –las de vino- no es tan fácil como dar las de una baraja, qué va. Mientras las miro la sala se va llenando, de gente y de ruido. ¡Ay, esos clientes que por habituales creen que el sitio es su casa!

Quiero exprimirlo a fondo, así que menú degustación y lo que venga. De momento, lo primero que viene son unos aperitivos “anónimos”. Anónimos porque nadie me cuenta lo que son. Espero un poco para no pecar de tragón pero antes de que me pase como en Freixa en Madrid y me los retiren les meto mano. Luego ya llegó uno con derecho a presentación: un bollito de chorizo con sangría que estaba bastante bien. Empieza el juego en serio. Su atascaburras no me gustó, frío, sin alma. Un escabeche de foie con perdiz y sardina tampoco mostró el sabor que prometía el enunciado y estaba helado. Lo del frío de estos platos empezaba a preocuparme, a ser una amenaza. La ensalada campera con bonito fresco no era un plato con tantas pretensiones pero al menos este ya empezó a levantar el menú, a ser agradable. A partir de ahí hubo partida. Espardeñas con pan de sopa de ajo y yema, verduras salteadas y licuadas, ropa vieja y caldo de cocido… Todos platos de terruño, de buena casta. La dorada con reducción de hongos y cebolletas también me gustó. Tuve un último fallo con la oreja confitada y a la parrilla pero ahí no jugué yo bien mis cartas, dije que no tenía pegas con ningún producto y la oreja no me gusta. Y sin excusas, que figuraba en el menú impreso que me habían dado poco después de empezar; pude haberlo mirado y haber avisado.

Última mano, postre y café. Leche cuajada con hierbas y cacao, donde volvían a aparecer las arenas (de cacao) que estuvieron demasiado presentes en muchos platos. Y flan de caramelo, que era un rico flan fluido en una esfera de hilos de caramelo. Con el café hubo unos petit fours de los que tengo buen recuerdo pero que fueron anónimos como los aperitivos, así que no digo más.

Y esta vez no pedí un champán –vino para (casi) todo- y dejé que me pusieran su maridaje con el menú. Jean Lallement, Boreas viognier 2008, Pago de la Jaraba crianza 2007 y Finca Antigua moscatel 2009. Todos se adaptaron a su función, ninguno excepcional pero todos dignos. Me llamó la atención el viognier, del que no sabía nada, del que esperaba menos (decepciones frecuentes con esa uva) y que dio buena nariz y buena boca.

Para ser justos hay que destacar que el servicio sólo falló en lo del anonimato de aperitivos y golosinas. En lo demás estuvo impecable, atento y con todos los detalles. Les honra ese apartado y no quiero que pese demasiado un lunar sobre el conjunto.

Pues esto fue el juego por La Mancha. Buenas bazas, sí, pero no pillé ningún as, sólo pude arrastrar para sacar el tres, esas tres espadas típicas de Toledo.

viernes, febrero 11, 2011

Ramón Freixa (Madrid), por Toni



El restaurante Ramón Freixa está alojado en la planta baja del exclusivo hotel Selenza situado en el barrio de Salamanca. Relativamente poco el tiempo el de su singladura en Madrid, ya ha alcanzado un más que notable reconocimiento de público y crítica.

A la entrada del comedor tiene una agradable terraza que imagino estará muy solicitada cuando llegue la primavera.


Del elegante comedor principal que se puede ver en la foto no pudimos disfrutar ya que nos sentaron en uno anexo a éste y que dejaba bastante que desear. Estrecho, con vistas a los clientes que iban de paso al servicio y flanqueados por una siniestra pared negra al lado de nuestra mesa y un telón al lado de las mesas del lado opuesto. Realmente no crea un ambiente digno de la categoría del restaurante y creo que es un detalle a corregir.



Nada más sentarnos nos preguntan si deseamos tomar agua. Yo contesto literalmente "por el momento, no" y van y me quitan la copa. Sorprendente como poco. No había visto este detalle nunca y se hace más extraño todavía teniendo en cuenta que cobran 5€ en concepto de "Servicio de agua y pan", que en absoluto me parece caro teniendo en cuenta el restaurante y los magníficos panes que sirven, pero que te están cobrando sí o sí, independientemente de que tomes o no agua. Por lo menos no escatiman a la hora de servirte ni el agua ni el pan como en otros sitios.


Disponen de cinco menús degustación y nosotros nos decidimos por el menú FRX más corto, era la cena, que por 80€ IVA incluído, consta de snacks + 1 aperitivo + 1 entrante + 1 pescado + 1 carne + petit fours + postre.


Primero sirvieron unos entretenimientos consistentes en hojitas de pipas saladas, hojaldre de queso y torrija suflé muy agradables para abrir boca. También llegaron con la cesta de panes echos por el propio padre de Freixa los cuales nos parecieron extraodinarios los que probamos: pan con tomate, pan de mantequilla, con aceitunas... Magníficos.


Después nos pusieron una selección de snacks: esponja de cacao con aceituna negra, lingote de foie bronceado, croqueta líquida de pimiento del piquillo, kumquat con tartar de pescado de longa, carrot cake apasionado y macarrón capresse. ¿Qué tal?. Nos dejaron fríos. Sí, es un considerable despliegue de técnica y creatividad pero el resultado fue insulso. Todas las críticas son subjetivas, claro, y esta no iba a ser menos, pero no nos dijeron nada. Si no nos hubieran dado un papel con todo lo cenado no hubiésemos podido recordar ni uno...


Pero la alarma desapareció cuando llegó el aperitivo consistente en unas habitas a la menta con brioche frito. Aquí la cocina de Freixa remontó notablemente. A pesar de ser apenas un bocado, las habitas tenían enjundia, profundidad y un excelente sabor en el que la menta daba un toque interesante pero sin desvirtuar el sabor del producto. El brioche también tenía un toque que no identificamos y acompañaba perfectamente. Muy bien.


El buen nivel siguió con el Big Duck: hamburguesa de pato, helado de mostaza verde, queso Idiazábal y pan completo. Magnífico. Una carne potente pero fina, bien aliñada y perfecta de punto, con un helado de mostaza sabrosísimo pero sin avasallar a la carne como pasa a veces con otras preparaciones a base de mostaza y con el detalle del queso redondeando la composición. Probablemente lo que más nos gustó de la cena aunque fuera por la sorpresa.


El pescado consistió en unos salmonetes con toques de pimentón, ajo y aceitunas; envidia de raíz a punta, tuétano de rape con sabor a tierra. Este plato no es el original que tienen en la carta que es con un guiso y sopa de guisantes; erizos de mar bajo barro y espárrago con huevas de pescado. Lo cambiaron ante mi petición de que no me pusieran marisco y a la que Freixa, que tomó la comanda, accedió amablemente. El lector podría decir que es lo normal, pero ya me he encontrado más de un restaurante de supuesto nivel que no accede a cambiar nada del menú degustación.


Los salmonetes con el punto perfecto, de sabor marino intenso, franco, perfectamente realzado con el pimentón, ajo y la tapenade de aceitunas y bien escoltados por el toque dulce/amargo de las endivias presentadas en un plato aparte del de los salmontes.


Para acabar con lo salado llegó el meloso de ternera a la royal, membrillo con jengibre, chalota al vino con frambuesas y morcilla con panetone. También se presentó en diferentes platillos. Excelente carne, aunque algo escasa la ración, muy suave de textura pero potente de sabor y originalmente acompañada por la dulzura punzante del membrillo con jengibre. Muy ricas también la chalota y la morcilla pero en este caso no acabamos de entender qué aportaban a la carne.


Antes de los postres llegó la "dulce espera". Según Freixa, los petit fours los ponen antes del postre porque comprobaron que si lo ponían después no los comía casi nadie. No conococen a alguno de los colaboradores y lectores de este blog... Estaba compuesto por brocheta de arándano escarchado, macaron, chupito con curry sonoro, golden apple, tartaleta de albahaca con frutos rojos, financiero y tarta de queso con violeta.


Se puede aplicar el comentario sobre los snacks: muy buena técnica, imaginación, creatividad, pero ni fú, ni fa. No nos parecieron al nivel de los platos principales al igual que el postre, Viaje con nosotros: chocolate 2011.1. Inglaterra: cake de guanaja, Bélgica: bombón de cerveza y mantequilla, Francia: creme brulée de Araguani 72% y pistachos, España: chocolate instant con churros. En realidad cuatro mini postres presentados en sendos platos y que reitero que no nos pareció que alcanzara el nivel de los platos salados. Si hay alguien al que le guste el chocolate es a mi, pero estos diferente tratamientos tampoco me dijeron mucho. Les faltaba la potencia de sabor y la profundidad de los platos salados.


Mejor estuvieron los chocolates de sal, pipa de calabaza, café de kenia, almendra a la mostaza y efervescente de limón y eso que ya íbamos algo forzados en ese momento.
Para beber tomamos lo mismo que mi compañero corresponsal Jorge cuando estuvo hace una temporada: Egly Ouriet Grand Crû Brut Tradition. 55€. Buen Champagne que acompañó con soltura todo el menú. Excelente carta de vinos y sorprendentemente no escesivamente hinchada de precios.


El servicio bien, aunque con algún detalle a corregir como el del agua. Mantelería, copas y demás menaje a la altura exigida a un restaurante de este nivel.


La sensanción final es que en conjunto nos gustó indudablemente. Freixa domina las técnicas, la creatividad y está claro que tiene una fuerte base de cocina tradicional. Nos extrañó precisamente por esto lo poco que nos gustaron los snacks y los petit fours así como el postre, pero esto no es óbice para ver que su cocina tiene entidad y fundamento y que además no parece que se le hayan subido los últimos reconocimientos de las guías en forma de precios desorbitados ya que teniendo en cuenta el marco, la situación y el despliegue de servicio y cocina, no me parece excesivamente caro el precio del menú.

Sería interesante probar otros postres para ver si solo fue un borrón pero no cabe duda que en conjunto y a pesar del par de los detalles menos positivos comentados, merece si duda la pena darse un capricho y visitar este restaurante.


Nota general: 7,75

Emoción: 7


Ramón Freixa

C/ Claudio Coello, 67 - 28011 Madrid
toni

domingo, febrero 06, 2011

Y encontrar un filón. Por Jorge Díez





Quedamos temprano para seguir exprimiendo la ciudad. Los desayunos por donde estoy alojado no han sido un lujo pero no me han faltado sitios.

Lo primero es ir al Mercado de la Ribera, todavía en obras de restauración. Otros visitantes de Alberto se sorprenden con la variedad de pescado pero ahí, tal como él mismo piensa, no quedamos atrás en Asturias. Sólo me llaman la atención las diferencias de nombres. En cambio en las carnes sí me llevo una sorpresa. Hay un montón de casquería en los puestos, mucha más que aquí. Varias personas me dicen que es por la inmigración pero no noto que haya mucha más que en Asturias y aquí no veo eso mismo. En fin, a unos aficionados como nosotros nos da este mercado para un buen rato pero nos esperan las siete calles.

Café con un pincho que no le pega. (Yo necesito mi “combustible” y las tentaciones en la barra son tremendas.) Alberto me va contando anécdotas y me señala detalles que de otra manera se me escaparían. En ese recorrido pasamos por Iváñez, que se merece el nombre de turronería, y no me resisto a comprar una tableta del blando. De ese que ya dije en el blog que resultó tan rico y más compacto de lo habitual, sin tanta pérdida de grasa. Para repetir.

Quedan mil rincones, mil datos, pero el plan es visitar la costa y se hace tarde. Nos vamos alejando del entorno industrial –almacén, fábrica, almacén, otra fábrica- y lo cambiamos por otra vista también monótona, repetitiva: la de las urbanizaciones turísticas. Lo único bueno es que ya estamos fuera de la temporada y están aletargadas, sin ruido ni movimiento. Por fin llegamos a Bermeo. El recorrido ha sido bonito pero toca comer. Ahora el plan es ir de pinchos, de poteo tradicional. Y qué queréis que os diga, es un buen plan cuando hay sitios para ello. Nos ponemos tibios de gildas y de tortilla, además de otros varios. Eso sí: cervecitas, que el vino de chateo no da la talla para dos enochalados. No os cuento nada nuevo, ya nos conocéis.

Después, mi imprescindible café (En otro Antzokia, también aquí). Hace frío y el viento castiga pero la villa tiene mucho encanto, se merece su tiempo. Hablamos sobre la pesca o lo que queda de ella. Y si aquí queda poco, cuando comparo el número de barcos y su porte casi lloro por Asturias. (Recuerdo aquella conversación con Xurde en Lastres…)

Seguimos nuestro camino, de la pesca al surf, que ahí está Mundaka, por una costa bonita, con rincones que me sorprenden. La intención es ver todo lo posible del litoral de la reserva de Urdaibai y acabar en las playas de Laida y Laga, que son de esos sitios que pueden ser un paraíso privado. Lo son para mi amigo y me doy cuenta de que, si viviese por aquí, seguramente también serían parte de mi geografía emocional. Te permiten aislarte, te trasmiten serenidad.

Entonces viene la lluvia a aguarnos la fiesta. Deberíamos haber llegado a tiempo a Gernika pero con la que nos cae encima tendremos que dejarlo para otra ocasión. Aunque no perdonamos una parada rápida: salir del coche corriendo, comprar unos bombones en la pastelería Bidaguren y a comerlos sobre la marcha. Yo les daría un notable, tengo que recordarlos para la próxima vez.

De vuelta en Bilbao hay que dejar el coche y prepararse para la cena. Ha enfriado bastante pero la lluvia nos da una tregua. Y ahí, casi escondida, está la entrada de Mina, que será otro filón de buena cocina. Alberto ya es como de casa, así que me presenta a todo el mundo, nos instalamos, bajamos a la bodega a escoger vino… Como poco será una cena confortable. Nada que ver con Etxebarri, estilos radicalmente distintos. Aquí hay mucha voluntad de crear, de componer, de innovar. Aquí les gusta jugar con contrastes, juntar ingredientes y hacerlos dialogar. Yo creo que todavía le queda recorrido a esta casa, que todavía se guarda lo mejor para años por venir. Esperemos que no los frenen estos tiempos difíciles.

Mina sólo te ofrece un menú. Empezamos a picar con la ayuda de una manzanilla estupenda y a dar cuenta de platos. Melón con gamba blanca, chicharro ahumado con pimiento, terrina de conejo, merluza con sopa de tuétano y presa de cerdo confitada en leche. Sucesión de sabores fuertes, o en el ingrediente o en los fondos o en ambos; contrastes más o menos audaces; intenciones de darle otra vuelta a cada plato. Al riesling que nos acompaña le falta algo de botella pero cumple. A la cocina no le falta nada pero veo crecimiento, veo algo vivo que llegará más lejos. Una crema de almendra refrescada con helado de limón y lichi nos deja todavía capacidad para la última veta dulce, chocolate con chiboust de albaricoque. La atención, de primera, con todas las explicaciones que pedimos sobre cada plato. Si Etxebarri es un valor seguro en la zona, digno de la excursión, Mina es una promesa que ya merece la pena seguir, digna de buscar esa bocamina discreta y bajar en la jaula del menú único hasta nuestro fondo gastronómico sin miedo.

Una copa en la Antigua Cigarrería por aquello de que no se diga aunque ya no estamos para juerga nocturna, nos reservamos para mañana.

Hay que competir desde primera hora con golosos domingueros, que son un subgénero peculiar que abarrota las confiterías ese día y compra cantidades grandes. Pero yo ya tengo el guión escrito por Alberto muy claro y no me voy a marchar sin mis trufas de Arrese, la de la Gran Vía, la clásica, que es un museo en sí. Me gusta la elegancia de esos locales, su funcionalidad vestida de gala. Huele bien nada más entrar, a ingredientes buenos. La bollería y los buñuelos tienen una pinta cojonuda (¿Se podía decir “cojonuda” en el blog? Tengo que repasar el libro de estilo.) pero la especialidad manda. Trufas, que son caras pero que hay que probar, que un día es un día. Y tampoco me voy a marchar sin algo de Suiza, que es de corte moderno aunque desde el escaparate ya deja claro que tiene presente y futuro. Las tartas apetecen todas pero no puedo llevarme algo así. Pasteles y buñuelos (definitivamente, en Bilbao gustan mucho los buñuelos) también seducen. Al final, lo único que puedo llevarme con garantías de resistir el viaje son pastas, y si las pastas están así de buenas el que pueda que no lo dude, que se dé al vicio, que a nadie le amarga un dulce.

Nos queda tiempo para ir al Museo de Bellas Artes. Otra vez las orientaciones de Alberto son imprescindibles para seleccionar y aprovecharlo bien. Cuadros que le llaman especialmente la atención de todas las épocas, la obra invitada que cuelgan esos días (Retrato de Miguel Utrillo, de Santiago Rusiñol) y la monográfica de Lazkano, de la que esperábamos menos; fue una sorpresa.

Toca despedirse, agradecerte otra vez todas estas atenciones, toda la información, amigo. Hasta pronto, esperemos.

No olvidéis ese pequeño tesoro gastronómico escondido en medio del post. Os puede sorprender.