miércoles, octubre 27, 2010

Aladro 2009



Hay días para celebrar la vida con un banquete, y otros muchos que comemos para quitar el hambre. Días que estamos para metáforas o para prosa. Días que queremos viajar en una copa ,tocar un trozo de hielo con los aromas , o días que solo nos apetece un vaso vino, con el que, simplemente, acompañar la comida, calentar las entrañas y el sueño. Vinos de chateo, por lo general vulgares, artificiosos, intrascendentes, cuando no son, simplemente, un atentado al gusto. Pero a veces suena la flauta y se encuentra uno con una sencillez bien entendida, como con este Aladro 09. Es un maceración carbónica de la Rioja Alavesa, la zona de mayor tradición en este proceso de fermentación de los racimos enteros en depósitos de acero inoxidable. Me gusta de este vino que no tiene los habituales aromas de yogurt o chicle de fresa. Rebosa fruta, pero una fruta natural, “seria” , jugosa y fresca, donde se aprecia la tipicidad de la tempranillo. Es ligero, pero menos que la mayoría, punzante, incluso un poco picante, con un resto de carbónico considerable, que lo hace de trago fácil y adictivo.Yo , al menos ,he llegado a casa pensando en él. Estos vinos conviene tomarlos dentro del año, así que pronto habrá que pasarse al 2010. Por algo más de tres euros en tienda, pocos vinos pueden ofrecer esta relación placer/precio.

lunes, octubre 18, 2010

No mires la fachada, hurga en la entraña. Por Jorge Díez






Esta es una de las ocasiones en que más se tendría que reflejar lo subjetivo de los placeres de la mesa, lo dependientes que son de una circunstancia, un estado de ánimo, un golpe de suerte. Soy consciente de que esto lo sabe cualquiera pero los que nos pasamos demasiado tiempo hablando de nuestra afición al condumio a veces lo olvidamos; lo olvidamos y jugamos a ser jueces, a dar calificaciones absolutas a lo que nos gusta o nos disgusta. No, nunca es suficiente la lectura superficial.

El caso es que se iban de vacaciones unos amigos y se decidieron a aprovechar una parada obligada en Madrid para visitar un restaurante. Y me tentaron. Digo me tentaron porque era sitio que me infundía respeto, del que había oído cosas dispares, que me apetecía pero me hacía dudar. Ponía yo dos condiciones previas que lo iban relegando en mi agenda: no ir solo –sabéis que es como voy casi siempre- y a ser posible que mis acompañantes conocieran la casa, o más bien que en la casa los conocieran a ellos; ir avalado, vaya. Pues al final me conformé con la compañía, ya que ninguno tenía historial previo en aquellas mesas. Es decir, que como era previsible caí en la tentación.

Un día estupendo, atmósfera limpia, luz, poco calor. Tráfico fluido y buen ritmo en la carretera, casi no nos acordamos de parar hasta Madrid. Piloto y copiloto bien compenetrados, no hubo que dar más que un rodeo, y eso por culpa de lo difícil que era la entrada al garaje del hotel, que estaba escondida. Y lo justo para ver la Q1 (se preparaba algo grande en Monza) en un bar ahí al lado.

Calle Juan de Mena, Viridiana. Todavía no os lo había dicho pero ese es el sitio. Y eso os llevará a pensar que no debería enredarme contando mucho porque bastante está dicho ya. Está dicho porque a Abraham García le gusta escribir y por sus platos y su casa ya abre él la boca y muestra corazón y tripas. Sí, es un juego de palabras fácil pero es verdad, así que desde este mismo instante os aconsejo leer al propio autor de libros, blog y platos para mayor detalle.

De lo que hablaré yo será de nuestra comida, única. No conocía el sitio, como ya he dicho, pero sí sabía de alguna polémica de estas que nos interesan a los gastrópatas y a poca gente más. Viridiana y la Guía Michelin no se entienden. Ya no es estrella sí o no, es que ni lo cita. Si observamos las salas que suele valorar la guía en cuestión veremos que la de Viridiana no es una sala Michelin. Y yo creo que a partir de ahí empieza un desafío, un juego consciente. No estoy en la piel del propietario para saberlo pero me parece que hay algo intencionadamente kitsch en el local para poner a prueba al comensal. Porque a ver, a un restaurante ¿a qué vamos? A comer. Pues eso. “Te voy a provocar con detalles para que decidas si pesan más que la comida”, me parece que piensan en la profundidad de aquella cocina.

Hubo que preguntar por ese menú degustación que ni ofrecen ni figura en la carta pero está ahí, lo sabíamos desde que se hizo la reserva por si el tiempo nos jugaba una mala pasada y nos ponía limitaciones. Entre tentadoras sugerencias fuera de carta y consolidados de la casa reflejados en el papel había suficiente para quedar satisfechos, seguro, pero queríamos más, queríamos probar cuanto fuera posible. En la afortunada expresión de mi amigo, “venimos entregados”. Detalle importante: predisposición.

Y así comenzó una comida que fue una celebración del sentido del gusto pero llegó sin duda a la gula, que pecados capitales también hubo en este viaje.

La temporada permitió empezar con un Bellini, puro sabor de fruta, cóctel que es casi plato. No voy a pararme demasiado a describir lo que muchos conocen, lo que danza por la red. Más bien hablaré de un torrente de comida que llegaba a la mesa en oleadas. Platos a pares, como la crema de galeras y el gazpacho; sorpresas del mercado, como aquellos boquerones apenas tocados por el calor y sin rebozar, que es como decir sin rebozo; el contundente foie, que también es calor pero poco; y el arenque, que es frío, con su vodka. La barquita de cerámica de los boquerones o la tapa con figura de pato del foie entran en esos guiños kitsch de los que hablaba. Que te gusten o no es lo de menos; ¿de verdad vas a fijarte en ellos, más que en la comida?

Nos habían llamado la atención, fuera de carta, unas flores de calabaza rellenas de morcilla y nuestra entrega tuvo su premio: entraron en el menú. Sabor fuerte sin perder la compostura. Para entonces aquella cocina ya había conquistado nuestro corazón subiendo desde el estómago, como tantas veces pasa.

Beber también bebimos. Lo que quiso la casa, el maridaje que ofrecían. Y fue acertado, con el mismo criterio que el resto del menú. Buena parte de la comida la cubrió un riesling, un kabinett Kanzemer Altenberg 2006 de Von Othegraven, de los que ellos mismos distribuyen. Igual que su propio aceite, que nos acompañaba en la mesa; o que el Sauternes que nos sirvieron con el foie. Todos merecieron elogios.

Pero no perdamos el hilo que faltan platos. Su famoso huevo con crema de boletus y trufa, que llegó a la mesa en una sartén, como las que tanto gustan en nuestras sidrerías. ¿Veis por qué digo lo de los guiños? Si queremos leer el menú con las convenciones habituales aquí terminaron los entrantes y dieron paso al mero –con batata asada y mojo rojo- y al cordero especiado con trigo sarraceno y orejones. Yo no tengo tan claras esas diferencias en los platos que probamos, no eran menores los primeros ni mayores los segundos, en sentido cualitativo. Si leéis la carta o alguna entrevista por ahí enseguida veréis las influencias, comedidas pero claras. El cordero, por ejemplo, tenía el Magreb en el plato, igual que el arenque apuntaba al norte.

En esta ocasión lo de dejar hueco para los postres casi era una estricta realidad física, casi no nos cabía más comida en el cuerpo. Y si no quieres taza… Otra vez un plato geminado, ahora dulce: helado de higos con tequila reposado y al lado, crema de yogur griego con PX. Pero no terminaban ahí, qué va. Al centro vinieron dos perlas más de repostería para compartir, además del doble postre de cada uno: la mouse de chocolate más rica que probablemente haya probado nunca –yo, adicto declarado al cacao- y una deliciosa y ligera bavarois de almendras tiernas. Casi lloro por no poder acabar estos dos extras, que te provocaban como lo más rico de la comida (si no fuera injusto escoger) cuando ya eras incapaz de meter una pobre cucharadita en la boca. El postre incluye un té con su servicio cuidado –otra vez venía el Magreb a la mesa- que daba para varias tazas.

Casi postergo, a propósito, el segundo vino. Un rioja de paso fácil, ligero, sin destellos brillantes pero con fruta viva y un puntillo de acidez suficiente. ¿Por qué digo esto? Porque lo veo también como parte de un juego muy estudiado. A esas alturas, como aprendices de Pantagruel, el cuerpo sólo iba a admitirte un vino ligero para refrescar levemente, así que la menor complejidad de este segundo vino es muy oportuna. Sumad pequeños detalles y veréis que la idea es centrar el foco en un único protagonista: la comida. Y eso no puede ser azar en una coreografía tan compleja.

Cerca de tres horas después todavía hubo tiempo para anécdotas, bromas y una foto con retranca. En ese momento salimos del local como conversos, conversos al peculiar rito de Abraham García y sus fogones. Gracias.

Detalle para amantes del cálculo: el menú incluyó en su precio fijo (110 euros) todas las bebidas, principales y complementarias, agua, pan y el té. No hubo más extra que la propina que quisimos dejar. Para Madrid y para una comida así es un buen precio, no tenéis más que comparar.

Si habéis tenido la paciencia de leer con detalle hasta aquí quizá os resulte incoherente el párrafo con el que empecé el post. ¿No ha sido una comida estupenda? ¿Qué me lleva a ese relativismo? Pues que no pude evitar contárselo a un amigo con el grado de pasión, elogio y complicidad como para convencerlo y que fuese una semana después. Mismo escenario, casi igual menú pero circunstancias y resultados muy diferentes. Como es uno de los habituales de esta tertulia él mismo os dará su versión y podréis leer en paralelo. La duda, o no, será cosa vuestra. Y ya de paso le agradezco las fotos, esas que yo casi nunca hago, porque es él quien me ha cedido las que ilustran esta entrada.

Pero volvamos a nuestra comida, la que nos salió tan bien. Hubo que ir al Retiro a rendirse ante la digestión esforzada, esquivar el sol, buscar después una terraza, café con hielo como antídoto para el veneno del sueño.

Después caería una tarde de paseo moroso en que también hubo fachadas y entrañas, las de una noche blanca. No me gusta la aparatosa publicidad, la fiesta forzada, pero sí me gusta ver a la gente tomando las calles, sus calles, esas que tantas veces quieren quitarnos. Aun así los ríos de gente nos dificultaron caminar sin rumbo y contemplar Madrid.

Un cóctel en Del Diego nos dio la tregua para hacer balance del día y preparar el siguiente. La noche reclamaba el merecido descanso, que había sido una jornada intensa.

Lo que vamos a alimentar ese domingo es otra cosa. El menú, en el Prado y a base de Turner, ese pintor de tempestades que me parece que se perdía cuando quería abarcar mucho. Gran muestra, sin embargo, idónea para ver su enorme ambición, su carácter que le impulsaba a tocar todos los palos, a responder a todos los desafíos. Otra cosa son los resultados. Casi siempre nos llamaron más la atención las obras de sus maestros que su lectura del mismo tema. Cuestión de gustos.

Esquivando grupos de turistas hacemos nuestra selección para reencontrar a Velázquez, a Goya, al Bosco… Mesa de pecados capitales, cómo no. De eso hay mucho en la vida. Bromas con algún parecido sospechoso que no reproduciré para mantener cierta etiqueta. Disfrutamos hasta que el cansancio superaba al placer visual y de ahí a por una cañita refrescante y a localizar una pantalla que nos permita entregarnos a una pasión mucho más vulgar. Todas valen.

Sumo a otra amiga a la fiesta, nos ponemos al día, seguimos visitando locales con causa… Pero es la hora de ser masa, de ponerse nervioso, de subir el tono. Si ayer hubo pan hoy tenemos circo. Un rincón del tamaño justo, más cerveza, patatas con salsa variable; Asturias en las paredes sin motivo conocido (un mapa de Cangas de Narcea y una foto de un pueblo de la zona) y asturianos exaltados pendientes de un monoplaza rojo. Que sí, que es posible, que esta se puede ganar… Bueno, el resto ya lo sabéis los aficionados y a los demás no os importa.

Tarde y mal todavía rodamos por bares castizos, de los que mantienen las costumbres ajenos al turismo excesivo, donde atienden la barra “gatos”, vamos. Alguna tapita para mantener el equilibrio y La Camarilla para cerrar la ronda. No me gusta su nueva orientación y debo decirlo porque fue sugerencia mía ir allí. Nos sacó del apuro, eso sí, pero la prefería antes, era una mesa más amable.

No queda tiempo para mucho más. Un último café, recoger la mochila, ir perdiendo Madrid camino de Méndez Álvaro… Debajo de apariencias discutibles, de las fachadas, es bueno buscar algo más, es bueno revolver en las entrañas hasta dar con lo que nos gusta. Vuelvo cansado, todo este trote no puede ser bueno, pero yo suscribo eso de que la vida es una enfermedad de transmisión sexual y pronóstico mortal, así que no le doy muchas vueltas. A pesar de lo dicho os deseo salud. Nos leemos (e incluso nos vemos).

miércoles, octubre 13, 2010

Pan Kamut de el Puesto del Fontán



Como una letanía vamos diciendo eso de que nada es como lo de antes, lo que parece acentuarse en el caso de los lujos accesibles como una buena carne o un buen pan, aunque yo me acuerde del infame pan de mis veranos como el peor pan de mi vida, una cosa que a la hora de llegar a casa ya era chicle y a las dos una cosa dura y etérea, como una metáfora disonante del pan.

No es tarea fácil hacerse con un buen pan en Oviedo, aunque tengamos una buena clase media en las hogazas de esas casas industriales tipo Taramundi o Pan de Cangas que nos salvan de las baguetes prehorneadas que dios confunda. Cuando tengo tiempo me gusta acercarme al Fontán, al Horno del Fontán, que quizás no sea sobresaliente pero sí que sobresale del resto de oferta. Me gusta mucho la hogaza de escanda , que alterno con el de centeno y trigo. En ambos casos me encuentro con una corteza crujiente pero no basta y una miga de buena densidad, aunque no excesiva, con ese paso de suave calidez que nos abraza el paladar y un puntín de acidez que nos hace maldecir tanto pan basura e inane. Últimamente suelo hacerme con una nueva invención que supone una recuperación de una semilla egipcia ancestral, la del trigo Kamut. El resultado, que es lo que importa, es curioso : la corteza es relativamente blanda, la miga se desmiga con facilidad, y en la boca tiene un sabor singular y muy suave, que se despliega poco a poco , hasta hacerse muy penetrante. Es un pan que realmente sabe , y que puede dominar a muchos acompañamamientos. En todo caso, una buena noticia para los apaleados amantes del pan.

Chasse- Spleen 2000



Grosellla negra, es lo primero que se viene a la nariz y a la cabeza. No he probado ese aroma fuera del mundo vino ni de los estuches de olores , pero aquí se da con una fuerza que se me hace imposible confundirlo con otra cosa, como si un montón de frutos maduros los hubiéramos explotado en el cuenco de la mano. Cabernet Sauvignon de la orilla izquierda , a la que siguen , aún con levedad, las características notas de pimiento verde. Quizás la merlot de ese otro poco de fruta roja . Aparece también un deje balsámico. Una leve nota ahumada , junto con el potente aroma de cedro, de finas maderas viejas y bien repujados cueros, le recuerdan a uno el salón de una antigua casa principal. En boca tiene abundante materia, amplio , profundo, con la fruta aún muy presente. Tanicidad integrada y suave. Una punta de acidez le da una frescura que, junto con la armonía con que se da todo, hace que sea muy fácil de beber, aunque aún tenga años de vida por delante.

Nota general:87

Sin duda una muy buena opción de disfrutar un buen Burdeos de corte clásico de buena añada

Bodega: S A du Châeau Chasse-Spleen
D.O./Zona: AOC Moulis-en-Medoc
Graduación (vol): 13%
Varietales: 73% Cabernet Sauvignon, 20% Merlot, 7% Petit verdot
Elaboracion: Fermentación en inox. 14 -18 meses en roble frances, 40 % nuevas. Sin filtrar
Precio aproximado: 56-60 euros

martes, octubre 05, 2010

Crónicas gallegas, verano de 2010. Adenda. Sol en Lugo, Paprica y niebla en A Coruña. Por Jorge Díez



Poco después de volver todavía tenía yo muy presente Galicia cuando se presentó una oportunidad de repetir. Si un amigo tiene familia allí y la necesidad de fardar de coche nuevo qué mejor que ir un fin de semana en ese coche.

Y ya que me va a dar posada y porte lo propio es que yo me haga cargo del convite y como alguna expectativa anterior en Lugo acabó defraudada hay que intentar remediarlo. Así que reviso guías y a mis propios guías y entre Antonios anda el juego, porque tanto mi compañero corresponsal Toni como nuestro amigo bloguero Tony han salido satisfechos de sendos sitios. ¿Más consolidado o más arriesgado? Dudo hasta última hora y vuelvo a aplazar la visita al España, que caerá; la apuesta es Paprica. Si del otro hay bastante información por ahí, de este apenas sé lo que Tony ha contado.

Llegamos. Exceso de sol, como siempre para mí, y cualquier plaza de aparcamiento le parece demasiado pequeña a mi amigo, mucho riesgo de que le rayen su coche nuevo. Bien, pues cuando este par de antipáticos ya nos habíamos quejado bastante todavía hubo tiempo de tomar algo y de que él me comente que no encuentra un Ribeira Sacra que le guste.

Entramos al Paprica, que por fuera no llama la atención, y su comedor, al fondo, con la cristalera que da a su pequeña huerta urbana de aromáticos (me recordó un poco a la de L’alezna, que siempre contemplaba desde “mi” mesa) ya resulta más bonito. Acomodados y distendidos miramos la carta, breve. Desde el principio hay complicidad con el camarero.

Entre aperitivos –queso de cabra a la plancha con reducción de tomate- voy a ver si el Régoa 2007, que tan bien me acompañó en el Culler de Pau, reconcilia a mi amigo con el tinto gallego. Lo cierto es que me lo pone fácil porque esas raíces suyas le hacen proclive a todo lo que tenga origen allí, sólo había que dar con algo mejor que la media de vinotecas y supermercados. El aperitivo, ya veis, no se complica, busca combinación conocida y de éxito. Pero está bien bueno, no penséis mal.

Vamos a compartir dos entrantes que nos emplatan adecuadamente sin ningún problema. Espuma de tomate, anchoa y galleta de parmesano, con albahaca verde y morada. Seguimos con la misma impresión: presentaciones cuidadas, combinaciones clásicas y un plus de calidad en algún ingrediente que hace de una propuesta sencilla un plato muy satisfactorio. El tomate sigue teniendo sabor, alto y claro lo digo, como en el aperitivo. Y la galleta de parmesano es especialmente rica. También me quedo con el detalle de las hierbas. Está claro que les gusta jugar con ellas, que por eso lucen su huerta orgullosos. Van a desfilar algunas menos frecuentes pero bien escogidas, por su fragancia y por el refuerzo visual de los platos.

El otro entrante fue su Atlántico-Pacífico, vieiras con dos algas, cada una de un océano. Acompaña un jugo del desglase de las vieiras rectificado con jugo de carne. Todo ello muy sabroso y muy fresco, cosa que nos vendrá bien para la contundencia del resto del menú.

En el principal coincidimos: Atún rojo con tortilla de ajetes y alcaparras. La salvia que acompaña también tiene bastante que decir en el plato. La ración es grande y eso, unido a la potencia del atún y a la tortilla que tampoco es mero adorno, hace que quedes saciado. (A ver, regidor, la segunda “C” a escena, que aquí hay buena RCCP.) El vino se sigue portando bien.

Y aquí ya entraríamos en los postres pero voy a hacer una proposición a mi acompañante que no podrá rechazar. Viene en la carta una tabla de quesos aunque yo no acabo de aceptar el queso como postre, le doy más entidad. Y como mi amigo también es de la secta láctea podemos compartirla como perfecto remate salado. Lo curioso es que ofrece cuatro tipos, sólo uno gallego, y precisamente les falta ese. La muestra incluye afuega’l pitu roxu (no identifiqué elaborador), manchego y el queso misterioso. Digo esto porque fue servido como taleggio pero era un queso de pasta dura y curación media. Supongo que era otro italiano que hacía de sustituto pero no puedo precisaros cuál. En todo caso y como resumen de esta accidentada tabla de quesos, lo más importante: estaban buenos. Sí, incluido ese afuega’l pitu que no suele gustarme (Rey Silo aparte) y menos en su variedad con pimentón. Por cierto, venían acompañados de unas almendras tostadas de una forma que nunca había visto, albardadas con algo, como si fueran “empanadas”. También muy ricas.

Aquí me quedé solo ante el dulce. Yo no iba a perdonar su Isla del tesoro, del tesoro de cacao, cómo no. Crema, helado de chocolate y galleta, chocolate negro con oro y sopa de chocolate blanco. Todo eso. Postre de ración grande y potente, con una presentación exquisita como también lo era su sabor, aunque el estómago ya decía basta, estaba lleno. El final más digno a esta estupenda comida, entre bromas con el camarero acerca de cuándo llegaba el menú de verdad y cosas así.

Después el paseo nos llevó por un Lugo sórdido para alcanzar un parque, una sombra, un atisbo de frescor. Poco faltó para una siesta panza arriba en un banco. El verdadero “oasis” fue una cafetería con un aire acondicionado potentísimo (me asusta pensar la cantidad de frigorías que nos estaba costando aquello) más una entrevista disparatada a un personaje llamado Carlangas (busquen ustedes Novedades Carminha si les provoca curiosidad) que nos hizo reír bastante.

De noche, a Sarria, que fue nuestra base de operaciones. Oigan, no me creerán la cantidad de gente que había en un sitio tan pequeño. Menudo barullo. Eso y la enorme diferencia entre el ambiente del viernes y el del sábado, medible por la música del garito que nos sirvió de refugio. Lo básico en esos supuestos: Mahou y rock, que mi amigo es heavy viejo. (Yo ya ni me defino.)

Nos quedaba otro día para A Coruña, querencia especial de ambos y ciudad que llevaba demasiado tiempo sin visitar para mi gusto. Así que nos ponemos rápido en marcha y llegamos. Esto sí, esta ya es mi Galicia. Después del calor insoportable en Vigo y alrededores, después del día anterior de solazo en Lugo, hoy está fresco por fin y corre brisa, la brisa de un mar que nos gusta.

Mientras a él le da por pasear compulsivamente por María Pita, a ver si siguen estando allí los mismos sitios que recuerda, yo pienso en mis inevitables cafés. Un par de estos más tarde ya podemos recorrer el corazón de la Ciudad Vieja, pasear un poco por el muelle, hacer planes para el resto del día, así hasta que apetezcan las primeras cañas y la búsqueda del bar que haga más gracia.

De la comida en esta ocasión no contaré nada concreto. Ir sin rumbo, de bar en bar, y pedir aquella tapa más sugerente que te entraba por los ojos. Ese era el plan y así fue, ya que íbamos sin orientación previa especial, sin recomendaciones, sin expectativas. Nos dejamos llevar por el instinto y pesaron más los (buenos) recuerdos y la conversación que la comida en sí. Lo que no impidió que disfrutásemos como niños con aquel pulpo allí, estos mejillones aquí, y así uno y otro.

Una terracita, un café con hielo, animar a la digestión y en pie, que había que llegar despejados al Museo de Bellas Artes. Para su dimensión no está nada mal. Buena colección, concentrada en Galicia en la medida de lo razonable y lo posible. Algunas restauraciones discutibles en la obra más antigua, un mal frecuente. Aquellos grabados de Goya un poco escondidos en una sala secundaria pero siempre tan punzantes, siempre te harán pensar. Damos por cumplida una visita interesante.

Nos espera otro paseo, esta vez por zonas más modernas, hasta salir a las playas. Seguimos matizando nuestro peculiar podio de ciudades gallegas, cuál nos gusta más y por qué. Y qué más dará, en aquel momento, si estamos disfrutando tanto de este viaje en concreto. Inevitable una concesión turística: coger el tranvía para ir hasta la Torre de Hércules. No llegamos con intención de subir sino de asomarnos al mar desde allí, pero el clima decide demostrar cómo es cuando derrota hacia ese lado y a media subida por el parque del entorno la niebla no deja ver ni la torre siquiera. Lo dicho, esta es Galicia.

Y bueno, es tarde. Toca volver, con pena pero no hay más remedio. Esperamos otra noche animada en Sarria, como la anterior, pero esta no nos sale igual, demasiada gente, ya no nos amoldamos a ese ambiente. Mañana será otro día.

Poco más se puede contar. Un buen desayuno y vamos dejando atrás Galicia y el verano. En tierra de nadie, en esa difusa frontera interior, un bar perdido, otro bar-tienda recuperado, un décimo de lotería comprado en un sitio remoto, que creemos ingenuamente que tocará más fácil… La comida en El Álamo, siempre tan apañado. Ritos, marcas fijas en el viaje, como el café en Tapia. Y así hasta casa. Ahora sí, ahora han terminado las crónicas gallegas de este –ya pasado- verano. Hasta la próxima.